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Rafa Nadal, la mejor aventura deportiva jamás contada

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Dice adiós Rafael Nadal a los 38 años y se queda un poso difícil de cubrir. No solo en el tenis, que pierde uno de sus mayores constructores y defensores, sino también por esa forma de hacer entender el deporte, y la vida al fin y al cabo, que muchos han seguido como ejemplo en sus propias vidas. Nadal y sus derechas en carrera, sus reveses que cortan el aire, sus remates hacia atrás, su llegar donde no parecía posible, queda para siempre en las videotecas y en el imaginario colectivo. Pero también las emociones que desprendía, tan reales y a la vez ilógicas, tan tangibles y a la vez inexplicables, como el propio tenista. Han sido 1.081 partidos, 753 victorias. Triunfos de superioridad absoluta y remontadas imposibles en las que solo él creía. Derrotas dolorosas y torneos que se quedaron sin tachar. Más de veinte años de convertir en casi una rutina lo que siempre fue sin duda extraordinario. Más de veinte años de entrar en las casas y en la vida de la gente, capaz de paralizar el día a día si él jugaba y de reunir a todos en la sobremesa para ver una de sus finales, y compartir como si fuera propio cada uno de sus mordiscos. Aterrizó Nadal en el tenis y revolucionó el circuito. Por su tenis, su presencia en la pista, su físico y hasta su vestimenta: pantalones piratas, camisetas sin mangas y unos músculos hiperdesarrollados con los que puso en marcha un juego bravo, de corazón y piernas, de sudor y puños al aire. Pero también de una mentalidad superior con la que se impuso en más de una ocasión cuando algo fallaba en el cuerpo. Un cuerpo que intentó hacerle caer desde el inicio, casi antes de empezar a ganar, pero que mantuvo en pie durante más de veinte años. El balear tuvo en su tío Toni al mentor, al guía, al profesor que lo llevó desde la niñez hasta la madurez. Y no solo en la pista. Una relación estrecha, con sus dificultades y sus aciertos, que desembocó en la construcción de un tenista completo. Y que fue mejorando no obstante porque fue además un jugador marcado por la filosofía de ser mejor que el día anterior y con la humildad suficiente como para escuchar, atender y aceptar las limitaciones para adaptarse a sus circunstancias y a las de los rivales y seguir evolucionando. En una constante evolución, Nadal fue adaptando sus recursos a las situaciones que se le presentaban: bien por el tipo de pista, bien por las aptitudes del rival, bien por sí mismo, pendiente siempre más de la cuenta de su físico. Un Nadal con un estilo de pura fuerza al que le gustaba atacar, pero que no escatimaba esfuerzos en las defensas, al que no le importaba alargar los encuentros hasta el límite de la extenuación y la desesperación del contrincante, porque había gasolina, paciencia y músculos para todo eso y más. En busca de una mejora continua, más consigo mismo que con los rivales, Nadal fue modificando su estilo y encontrando soluciones ante los retos. Con una capacidad de adaptación y versatilidad infinitas, aceptó los cambios que requerían las circunstancias: con la edad, el desgaste, la variación de estrategias, pistas y modos de juego, acortó puntos y alargó velocidades, mejoró el saque y afiló el revés, aumentó la agresividad y la fortaleza mental. Fue un Nadal y luego otro y luego otro, para seguir siendo el mismo. Es Nadal un tenista al que bastantes quieren parecerse, al que algunos han intentado imitar, en el que muchos se han fijado, del que todos quieren aprender, al que todos aspiran a ser. Pero Nadal siempre ha sido único. Un proyecto de futbolista reconducido a tenista. Un diestro reconvertido en zurdo. Un jugador de corte más defensivo que se tornó en letal. Una mentalidad fría que se emocionó con cada himno. Un chico con miedos que se convirtió en pesadilla para otros. Un chaval de Manacor, ídolo por todo el planeta. En este viaje han surgido compañeros de aventuras que le han impedido llegar más alto, pero también lo han ayudado a impulsarse. No se entendería la carrera de Nadal sin Roger Federer, su enemigo más íntimo, a quien cortó una racha imperial y lo persiguió hasta darle alcance y superarlo. Juntos iniciaron una carrera por la eternidad, a la que se unió después Novak Djokovic, que embelleció este deporte por el respeto, el compromiso y la ambición que desplegaron los tres. Un triunvirato magnífico sin el que el tenis no sería lo mismo. El suizo era la elegancia; el español, la bravura. Una mezcla perfecta que confluyó en cuarenta duelos a cada cual más intenso, más emotivo, más exigente, más personal. «Esto me está matando», diría Federer sobre la tortura que le supuso el juego de Nadal. Se persiguieron en la excelencia hasta firmar tablas emocionales tras veinte años caminando juntos de final en final. Djokovic añadió el mordiente que necesitaba para seguir creciendo. Un reto que lo elevó todavía más, y aunque es el serbio quien firma todos los récords, no serían tanto el uno sin los otros. A pesar de todos los títulos (92), a pesar de todas las alegrías, Nadal también aprendió, y mucho, de las derrotas. Contra Federer y Djokovic y contra muchos otros más. Han sido 39 finales perdidas; en total, 227 batallas peleadas sin descanso hasta no poder más; de momentos de rendición ante las limitaciones propias, de energía, de tenis, de estrategia, de salud, y las virtudes ajenas. A pesar de todo, existen algunos grandes trofeos sin morder: Miami, Shanghái, París-Bercy, la Copa de Maestros. Lugares malditos que hacían a Nadal un poco más humano. Los números de Nadal en tierra batida son inalcanzables (63 títulos, 484 victorias y 51 derrotas, 81 triunfos consecutivos). Pero puso la mira en el infinito. Soñaba con ganar Wimbledon y triunfó en dos ocasiones; el tercer español tras Santana (1966) y Conchita Martínez (1994). También siguió a Santana, (1965) Orantes (1972) y Arantxa Sánchez Vicario (1994) para conquistar cuatro veces la pista dura del US Open. Y aun pisó la luna en dos ocasiones: el único español, por ahora, en ganar en Australia. Pintó de oro dos participaciones olímpicas (2008 y 2016 en dobles) y sumó para España cinco Ensaladeras. No son solo los partidos, son las formas. Capaz de ahogar al rival por pura superioridad o de verlo convencerse y convencer de que triunfará aunque todo parezca perdido. Su estreno en la Davis contra Roddick, la final del Masters de Madrid ante Ljubicic, la semifinal australiana ante Verdasco en 2012, o el dolor en la victoria sobre Federer en aquella final; los cuartos del US Open 2018 contra Thiem; la paliza a Djokovic en el Roland Garros de frío y pandemia; la remontada imposible ante Medvedev en la final de Australia 2022... «Es una persona lesionada que juega al tenis», llegó a decir Toni Nadal sobre su sobrino. El balear ha pasado toda su vida pendiente de su cuerpo, saltando de la pista a la enfermería y viceversa. Desde el principio, el físico fue su peor rival. Ya casi antes de despegar, el pie izquierdo y ese síndrome de Müller-Weiss hacían presagiar una carrera corta. Así lo decían los médicos, pero el balear activó siempre el «trabajar para darse otra oportunidad» tanto en la pista como en la vida. Adaptó zapatillas y plantillas y se levantó. Una y otra y otra vez. Se ha negado toda su carrera a pensar qué hubiera pasado si el cuerpo no hubiera sufrido tanto. Se esforzó siempre en llevar los parones de la mejor forma posible, «con la mejor actitud» y en golpear siempre una pelota más que el rival, aunque fuera él mismo. El problema en el pie izquierdo derivó en una tendinitis crónica en las rodillas, el síndrome de Hoffa. Hubo multitud de desgarros abdominales y problemas en ambas muñecas, y en la espalda, y en los hombros, y en la cadera e incluso una apendicitis. De todo se levantó. Tanta cicatriz en la piel, tanto torneo no disputado o competido a medias, también desequilibró su mentalidad privilegiada. El parón de seis meses en 2016 supuso un bajón, pero salió más fuerte. Al final, cada pinchazo era un día menos de ser tenista, de disfrutar en la pista, lo único que anhelaba. «Estoy hundido y triste», dijo en el verano de 2022 tras otra rotura. Fue el inicio de un caminar sobre el alambre del sí y el no. La realidad se impuso tras dos años de ser el Nadal más Nadal, el de intentarlo siempre un poco más, pero el menos Nadal en la pista. Ruge la Rod Laver Arena, la Arthur Ashe, la pista central de Wimbledon, la Philippe Chatrier. Se levanta del banco Nadal y corre hacia su lado de la pista, un esprint sin pisar las líneas, que limpia después hacia un lado y hacia otro. Pide una pelota y otra y otra. Se prepara el saque. El público asiste en silencio a la liturgia. Comienza el quinto set, se ve difícil. Él no, él solo ve el próximo golpe. No hay espacio para la derrota todavía. Hasta el final, Nadal. Y en cada derecha, en cada revés, un paso más hacia el triunfo. Él cree y se convence la grada, todas las gradas, de que acabará con los brazos en alto, con el mordisco en el trofeo. No tiene lógica. Se trata de fe. Y después de tanto, cómo no creer en Nadal. Se debate sobre el mejor de la historia, entre los tenistas, con Federer y Djokovic como principales rivales, pero también entre los demás deportistas. Y no hay respuesta. Se trata de números, pero sobre todo se trata de emociones. Y ahí es imposible llegar a un acuerdo para nombrar a un líder. Qué más da. Se ha disfrutado del balear durante más de dos décadas y sus golpes se verán en repeticiones, pero los sentimientos que despertó cada uno quedaron por siempre en la crónica sentimental de cada espectador. Tan única como el balear. «¡Vaya carrera, Rafa! Siempre deseé que este momento no llegara nunca. Gracias por los recuerdos imborrables y por todos los increíbles logros que alcanzaste en el deporte que amamos. ¡Ha sido un absoluto honor!», se rendía Federer cuando el balear anunció su despedida. «Tu tenacidad, dedicación y espíritu de lucha se enseñarán durante décadas. Tu legado vivirá para siempre. Sólo tú sabes lo que tuviste que soportar para convertirte en ícono del tenis y del deporte en general», le dedicaba Djokovic. Y si los rivales te valoran así... De repente, a orillas del Sena, bajo una lluvia torrencial, cientos de franceses explotan en un aplauso espontáneo y emotivo: en la pantalla surge un Rafael Nadal que no le cabe la sonrisa en el rostro para recoger la antorcha olímpica de manos de Zinedine Zidane. Y París, y el planeta, se rinde a este símbolo del deporte mundial que recorre los últimos metros de los Juegos Olímpicos de 2024. El homenaje y el tributo no al tenista ni al deportista, sino a todo lo que representa Rafael Nadal y todo el legado que empieza a partir de hoy. Tan real como inexplicable. [Atragantadas las emociones con las notas del himno, Nadal ofreció su última función en el Martín Carpena, arropado por sus compañeros del equipo nacional, su familia y todo el mundo del tenis. Se dejó todo lo que tenía, y aunque no acabó como quería ni cuando quería, recibió en forma de ovación y aplauso el gracias a toda una vida regalando emociones: «Desde el respeto, la humildad y valorando las cosas buenas, he intentado lo que yo considero lo más importante: ser buena persona. Así me gustaría ser recordado. Muchísimas gracias a todos, de verdad».]