Semana Mundial del Espacio: por qué nuestra galaxia se llama Vía Láctea
Una historia entre dioses, leche divina y estrellas que aún brillan en el mito
La belleza de la Vía Láctea a través de 25 fotografías tomadas en todo el mundo
Cada noche, cuando miramos al cielo y vemos esa franja blanquecina que cruza el firmamento, estamos observando nuestra propia galaxia: la Vía Láctea. Un inmenso mar de más de 400.000 millones de estrellas, con un diámetro de 100.000 años luz, que alberga nuestro sistema solar y, con él, todo lo que conocemos.
Pero ¿por qué se llama así? ¿Qué tiene que ver la leche con el espacio?
Para encontrar la respuesta, no hay que mirar a los telescopios, sino a los dioses del Olimpo.
La leche de Hera y el nacimiento de un héroe
La historia del nombre “Vía Láctea” viene de la mitología griega, concretamente de un episodio de celos, engaños y una gota (literalmente) divina.
Zeus, tan poderoso como infiel, sedujo a Alcmena, nieta de Perseo, tomando la apariencia de su esposo ausente. De esa unión nació Heracles (Hércules para los romanos), el hijo bastardo del dios del trueno.
Para que el niño heredara la fuerza de los dioses, Hermes, el mensajero del Olimpo, lo llevó de noche al lecho de Hera, esposa de Zeus, mientras dormía. La intención era que el pequeño mamara de su pecho y adquiriera así poder divino.
Pero cuando Hera despertó y descubrió al bebé succionando su leche, lo apartó de golpe. Las gotas que se derramaron salieron disparadas hacia el cielo y se convirtieron en una franja luminosa, visible aún hoy: la Vía Láctea, cuyo nombre proviene del griego Galaxias Kyklos (“círculo lácteo”).
La escena mezcla lo divino con lo humano: amor, traición, ira y, como consecuencia, una de las maravillas más bellas del cosmos.
Cuando las culturas miraban al cielo
Aunque el mito griego es el más conocido, casi todas las civilizaciones antiguas crearon su propia historia para explicar ese camino de estrellas que parte el cielo en dos.
En China, la Vía Láctea se llama El Río de Plata. Según su mitología, separa a los amantes Zhinü (la estrella Vega) y Niulang (Altair). Solo una vez al año, en el séptimo día del séptimo mes lunar, las urracas crean un puente con sus alas para que puedan reencontrarse.
En la India, los hindúes la bautizaron como Akash Ganga, “el río celestial del Ganges”. Según los textos sagrados, el dios Krishna robaba mantequilla a las pastoras y la lanzaba al cielo, creando una vía blanca que atraviesa el firmamento.
Los mayas, por su parte, veían en la Vía Láctea el camino del alma hacia el más allá, y los nórdicos creían que era la estela del carro de una diosa que cruzaba el cielo con su caballo.
De la mitología a la ciencia
Hoy sabemos que la Vía Láctea es una galaxia espiral con un núcleo repleto de energía y polvo cósmico, rodeado por miles de millones de estrellas y planetas. En su centro se esconde un agujero negro supermasivo, llamado Sagitario A —invisible a simple vista, pero responsable del movimiento de todo lo que la rodea—.
Nuestro sistema solar está en uno de sus brazos espirales, el Brazo de Orión, a unos 27.000 años luz del centro. Cada vez que levantamos la mirada y vemos esa franja blanca cruzando la oscuridad, estamos mirando el interior de nuestro propio hogar cósmico.
A lo largo de la historia, la Vía Láctea ha sido tanto objeto de fe como de fascinación científica. Su nombre, nacido del mito de Hera y Heracles, nos recuerda que incluso los dioses se equivocaban, y que de un gesto de ira pudo nacer una de las imágenes más bellas del universo.
Porque, aunque hoy la entendamos con datos, ecuaciones y telescopios espaciales, sigue siendo lo mismo que fue para los griegos, los chinos o los mayas:
un camino de luz suspendido sobre nuestras cabezas, una invitación eterna a mirar hacia arriba y recordar que, en algún punto entre las estrellas, también está escrita nuestra historia.