Contar el desastre: de Óscar Puente a los navegantes del misterio
Cuando el equilibrio se rompe del lado del alarmismo, de la difusión sin contexto real del miedo y el desamparo, la información tiene efectos paralizantes y regresivos, de desafección a las instituciones y a los otros. El miedo es el aliado natural del populismo
“Me he levantado del sofá a por agua y al volver Óscar Puente me había construido un desvío de la A7 para habilitar el tráfico dirección Valencia”, escribía en X Javier Durán (@tortondo), uno de los cientos de comentarios y memes que reconocen la labor de gestión y comunicación que está realizando el ministro de Transportes y Movilidad Sostenible estos días tras el impacto de la DANA en Valencia.
Los posts sobre las labores de su ministerio tienen concreción, claridad, utilidad, reconocimiento de los trabajadores y los ciudadanos y esperanza en la reconstrucción y en la capacidad del Estado, de lo público, de todos, para superar la tragedia. Ha sido casi un oasis de tranquilidad en la cacofonía de voces e informaciones de infinitas fuentes, de muy diversa calidad y fiabilidad, que nos han arrollado esta semana a través de las redes sociales y los medios, especialmente las televisiones. “La verdad sostenida por los datos se ha devaluado”, escribe el sociólogo y economista William Davies en su libro Estados nerviosos. Si las emociones han desbancado a la razón en la conversación pública en situaciones normales, qué no ocurrirá en momentos de crisis y catástrofe.
Al estado de los ciudadanos estos días han contribuido, sin duda, la falta de liderazgo político claro, los retrasos, rectificaciones y contradicciones y hasta la ausencia de empatía. No ha habido un portavoz único y reconocible que proporcione información periódica y no se ha logrado un equilibrio entre la información política y la técnica y ya se sabe: el vacío comunicativo se llena de bulos y el institucional, de populismo. Pero todo se entiende mejor en un contexto en el que la objetividad se ha devaluado frente a las narrativas de la emoción y la táctica política, con el auge de la ultraderecha, el ataque a la ciencia y el mal uso y abuso de las redes sociales.
Todos hemos de aprender de los errores, y también los medios de comunicación y las audiencias que los sostienen. La tragedia valenciana ha desatado un frenesí de falacias que tiene su ejemplo más llamativo en los bulos alrededor del parking de Bonaire, en el centro comercial de Aldaia, con Iker Jiménez en el papel protagonista y decenas de influencers y usuarios replicando la desinformación. Ha sido lo más grave pero no lo único, porque muchos han olvidado que la información sobre catástrofes no tiene que ser información catastrofista. Los medios de comunicación deben moverse en unos límites muy estrechos: contar y explicar lo que sucede, por muy grave y alarmante que sea, pero también evitar el sensacionalismo, la sobreabundancia de adjetivos frente a los datos y el morbo a los ciudadanos que nos leen, nos escuchan, nos ven.
Cuando el equilibrio se rompe del lado del alarmismo, de la difusión sin contexto real del miedo y el desamparo, la información tiene efectos paralizantes y regresivos, de desafección a las instituciones y a los otros. El miedo es el aliado natural del populismo, provoca que cedamos más fácilmente derechos y conquistas y facilita que veamos a los otros como mentirosos y malvados. Las redes sociales potencian la incomprensión del otro, la deshumanización (un ejemplo es la que afecta al presidente del gobierno Pedro Sánchez y al que no piensa como nosotros, pero también y sobre todo a inmigrantes, colectivos vulnerables) e impide la construcción de narrativas compartidas.
Estos días, la realidad se distorsiona debido al esquema ideológico que han impuesto determinadas organizaciones e influencers: el pueblo se ha levantado para ayudar a sus compatriotas ante la inacción del Gobierno, criticado con mucha más beligerancia que la Generalitat de Mazón, y ante la constatación de que vivimos en un Estado fallido. A algunos medios les interesa esta narrativa y otros sencillamente no se ven capaces de combatir lo que parece un sentimiento general, porque el relato es tan influyente como los hechos mismos.
La opinión pública deja de depender de un flujo informativo riguroso, capaz de sustentar decisiones informadas y libres de manipulación. La aceleración de los tiempos, la consolidación de las redes sociales como vehículo de transmisión informativa también por parte de los medios tradicionales, que van a rebufo de X en lugar de anticiparse a estos canales y contrastar la información, hacen que esta, degradada y simplificada para captar la atención en pocos segundos, intoxique el espacio público, transformando la conversación democrática en una competición de relatos enfrentados, en la que la verdad se convierte en una cuestión de perspectiva más que de hechos. Esto es lo que el periodismo y también los ciudadanos, creadores también de contenido y opinión, deben evitar, también y sobre todo, cuando la tragedia nos golpea.