Milei y la suma de egoísmos
“No existe eso que llaman sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres”, dijo Margaret Thatcher en una entrevista para la revista de estilo de vida 'Woman's Own' en 1987. Lo recordaba esta semana, después de oír a Juan Manuel de Prada en el programa Hora 25 de Aimar Bretos reflexionando sobre la derecha que aborrece la justicia social y cimenta su ideología en la falsa creencia de que la suma de egoísmos individuales movidos por la mano invisible del mercado da lugar a sociedades florecientes. Después de la muerte de Thatcher el 8 de abril de 2013, Ian McEwan escribió un obituario espléndido titulado “Nos encantaba odiarla”: “Margaret Thatcher era la sospecha de que la hija del tendero estaba empeñada en dar un valor monetario al ser humano, pensar que no tenía corazón y saber —como se sabía públicamente— que despreciaba los impulsos que sirven de vínculos entre los individuos y la sociedad”. McEwan también se hacía eco de la visita de Philip Larkin a Downing Street. Lo primero que hizo la primera ministra fue citar uno de los versos del escritor, perteneciente al poema Deception: “Tu mente yace abierta como un cajón de cuchillos”. Era una de sus frases favoritas. Imposible definirla mejor.
Es muy discutible que la archiconocida frase que Marx dejó escrita en El Dieciocho Brumario, aquella que asegura que la historia siempre se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa, se cumpla, pero sirve para tejer el hilo que une a Margaret Thatcher con Javier Milei y el liberalismo con el libertarismo. El punto de partida siempre es el descontento, la receta infalible, estado mínimo, mercado máximo, por doloroso que sea, y el resultado es un aumento del músculo financiero a costa de niveles insufribles de desigualdad, la posibilidad de colapsos como el de 2008 y la tentación de los cantos de sirena nacionalistas que dan lugar a fenómenos como el Brexit o el auge de la ultraderecha. La realidad no desanima a los creyentes en la infalibilidad del mercado y en los bajos instintos del ser humano. El más bajo de todos es el miedo porque, como señala Prada, la mayor parte de los ciudadanos no se pueden permitir el lujo de ser egoístas y su principal motivación es el miedo: al desempleo, a la precariedad, a no poder acceder a una vivienda digna.
Thatcher lo sabía muy bien, por eso puso las bases del capitalismo popular y la democracia de propietarios. Esa idea inmensamente popular que Francesc Macià sintetizó en su deseo de que todo catalán tuviera “la caseta i l'hortet”, una casita y un huerto, fue actualizada por la premier británica y su Reino Unido lleno de pequeños propietarios de viviendas y acciones. No importó que el precio de la tierra prometida, del sagrado derecho de la propiedad fueran cifras récord de paro (13,5% en 1984, la mayor de su historia) privatizaciones, austeridad y desigualdad. Thatcher consiguió que una gran parte de la población concibiera la economía en términos especulativos, y la herencia, el cobro de rentas de alquiler o la gestión de activos patrimoniales adquirieran una importancia clave que hoy perdura y se hace más patente en estos tiempos en los que el acceso a la vivienda es el principal problema de los ciudadanos. El liberalismo y sus nuevas versiones pop crean el espejismo de que el valor humano está sujeto a jerarquías y monetizaciones. Niegan que el hombre es altruista y social y que todos somos iguales. El pobre, el desempleado, el necesitado de ayudas, el inmigrante, el otro, acaban considerándose inferiores o enemigos de forma innata y existencial. Sus miserias y su infortunio son culpa de ellos y no asunto de todos. ¿Por qué habría de serlo, si la sociedad no existe, si bastante tenemos con ocuparnos de nosotros mismos?
El liberalismo es la idea de que cualquier infección solo se cura con la amputación del miembro infectado, y que el diálogo y el consenso son una pérdida de tiempo. Con Thatcher se inventó el término sadomonetarismo (defensa ciega de la ortodoxia financiera de Milton Friedman y la Escuela de Economía de Chicago) que ha declinado en la variedad más tosca y popular de la motosierra de Javier Milei. La aceptación de ese discurso ultra siempre ha tenido y tendrá un precio: un mundo más duro, más competitivo, más sumiso a la atracción del dinero, menos solidario, más injusto. Un mundo similar a un cajón de cuchillos permanentemente abierto.