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Adiós emocionado a Pippo Baudo, presentador gigante que unificó Italia desde la televisión pública

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Con la muerte de Pippo Baudo, Italia despide casi como a un héroe a un gigante de la televisión, una figura icónica e irrepetible amada por todo el país. Su funeral este miércoles en su natal Militello in Val di Catania (Sicilia), televisado en directo, no ha sido solo el adiós a un presentador carismático. Ha sido un homenaje nacional a una figura que encarnó como nadie la televisión pública. Con él se va un modo de estar en la pantalla: culto sin alarde, popular sin vulgaridad, nacional sin ser excluyente. Baudo supo hablarle a todo el país, sin levantar la voz, y lo acompañó durante seis décadas, convirtiéndose en el último gran presentador de una televisión pública con vocación cultural. Su figura fue esencial en la RAI, un canal que en los años 60 actuó como un puente cultural y unificaba el lenguaje de una nación fragmentada. Pippo Baudo fue el rostro más reconocible de ese milagro cotidiano y uno de sus principales artífices. Era uno de casa. Aquel que sabía presentar a un cantante emergente con el mismo respeto que a un mito, que sabía cuándo retirarse a un segundo plano y cuándo imponer el ritmo del programa. Tenía una memoria prodigiosa, una cultura vastísima que no exhibía nunca. Licenciado en Derecho, buen pianista, melómano refinado, era profundamente italiano y supo conectar con el país real, el que crecía con esfuerzo y aspiraciones. Representó, como ha escrito Aldo Cazzullo en el Corriere della Sera, «una cierta idea de Italia»: educada, moderada, curiosa, elegante sin ostentación. Algo que hoy ya no existe. A Baudo no se le recuerda solo por haber presentado trece ediciones del Festival de Sanremo , un récord, o por haber hecho inmortales programas como 'Domenica In', 'Fantastico', 'Serata d'onore' o 'Sette voci'. Se le recuerda porque inventó un modo de hacer televisión en directo. Aldo Grasso, el mayor crítico de TV en Italia, lo define sin rodeos: «Prácticamente inventó el oficio del presentador en la televisión italiana». Fue un director artístico en escena, el que decidía cuándo debía entrar una orquesta, quién necesitaba un plano corto, cómo había que llenar un silencio. Nunca perdía la compostura, ni siquiera ante los imprevistos más absurdos o increíbles. Además, fue un cazatalentos imbatible. Sin él, no habrían existido -al menos no como los conocemos- el cómico Beppe Grillo, Roberto Benigni, Laura Pausini o Heather Parisi, entre otros muchos. Todos reconocen haber nacido profesionalmente en su órbita. En palabras de Michele Serra, de La Repubblica, «no consideraba el talento ajeno una amenaza, sino una energía que debía ser protegida, sostenida, incluso educada. Como un padre putativo». Pero más allá de su talento como presentador, Pippo Baudo tenía una visión de la televisión como instrumento cultural. «La televisión no debe ser nunca una forma de gritar -decía-. Hay que saber hablar con todos sin perder la elegancia». Al ser un hombre culto y un lector voraz, Baudo se esforzaba por «devolver la complejidad con sencillez» , respetando a toda su audiencia, independientemente de su nivel educativo. Su profunda conexión con la realidad se refleja en las preocupaciones que expresó en una entrevista con la bailarina y figura televisiva Heather Parisi, grabada en 2008 y difundida en video tras su muerte. Baudo se mostraba preocupado por el rumbo del mundo. «Me inquieta que el hombre ya no respete al hombre. Vivimos en guerra continua. Hay una economía riquísima que se olvida de los que no tienen nada. Un día esos olvidados se vengarán, con razón. No puede sorprendernos su rabia si los hemos dejado sin alegría de vivir», decía, en un tono casi profético. A Walter Veltroni , escritor que fue vicepresidente y ministro de Cultura, le confiaba en otra entrevista: «Lo que intento hacer es devolver la complejidad con simplicidad. Porque respeto a quien mira la televisión. No todos son licenciados en la Normale de Pisa -universidad muy prestigiosa-, pero eso no significa que debamos renunciar a ofrecer calidad». Baudo fue también consciente de su papel dentro de la historia cultural italiana. En palabras del político y sociólogo Luigi Manconi , «su destino fue llevar a la televisión los sentimientos de todos». Y añadía: «Baudo encarnó en televisión el concepto de 'nacional-popular', tal como lo formuló Gramsci: una cultura que no pertenece a las élites, sino que entra en conexión sentimental con el pueblo, con sus emociones y aspiraciones». En tiempos de televisión populista o fragmentada, Baudo fue un verdadero hombre de servicio público. Acomodaba en el mismo plató a estrellas y debutantes, a filósofos y cómicos, sin ridiculizar a ninguno. Hacía de la televisión un lugar de encuentro para todos los italianos, con un estilo que no ha podido ser replicado. Ni siquiera sus rivales intentaron imitarlo: la autenticidad no se improvisa. El presidente de la República, Sergio Mattarella , lo ha recordado con una definición precisa: «Fue un protagonista e innovador de la televisión, con profesionalidad, cultura, garbo y una extraordinaria capacidad para interpretar los gustos y expectativas de los telespectadores italianos». Baudo logró hablarle a varias generaciones sin resultar ajeno para ninguna, ni siquiera para los jóvenes de los 2000. Fue nacional-popular en el sentido más noble del término. Nunca sectario. Nunca vulgar. La primera ministra Giorgia Meloni escribió: «Su rostro y su voz acompañaron a generaciones enteras, regalando emociones, sonrisas y momentos inolvidables». En efecto, con Baudo se va también una idea de televisión -y de país- que hoy parece añorada por todos. Renzo Arbore, su viejo amigo, músico y figura destacada de la televisión, lo resumió con melancolía: «Nunca hablamos de audiencia. Lo que queríamos era hacer una televisión para todos, también un poco artística. Pippo creía en eso». Baudo convirtió el estudio televisivo en ágora popular. No necesitaba provocar ni polarizar. No gritaba. No ridiculizaba. No traicionaba. Baudo ha muerto rodeado de reconocimientos unánimes, de antiguos discípulos agradecidos, de políticos que en vida lo habrían desdeñado y ahora lo veneran como símbolo de una televisión que parece casi imposible de recuperar. «No hay nadie como él en la televisión italiana de hoy», han escrito muchos diarios estos días. Y es cierto. No solo porque no haya otro con su presencia, su sabiduría escénica o su historia, sino porque ya no existe el país que podía producirlo. La RAI de hoy es una institución capturada por cuotas políticas, sin altura de miras. El presentador-autor, culto y creativo, ha sido sustituido por el animador funcional al formato. La televisión pública ha perdido la idea de misión que Baudo consideraba natural. Lo suyo era una vocación, no un escaparate. La soprano Katia Ricciarelli, su esposa durante 18 años, ha dicho que «fue el más grande de todos». Pippo Baudo se convirtió en un símbolo italiano. Una figura que no solo dejó huella, sino que se ha ganado el raro privilegio de ser recordada con gratitud, más allá de la nostalgia. Porque, como escribió un crítico, con Pippo Baudo no muere la televisión; simplemente, se apaga la luz de la televisión que él inventó.