Un estudio sostiene que 9 de cada 10 estudiantes universitarios fingen tener opiniones más progresistas en Estados Unidos
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Siempre hemos creído que la universidad es el lugar donde las ideas vuelan libres , donde los jóvenes construyen su identidad y se enfrentan al mundo con opiniones propias. Ese ideal de debate, reflexión y autonomía intelectual ha acompañado a generaciones. Pero, ¿y si todo eso fuera más una fantasía que una realidad? ¿Y si la verdadera lección universitaria no fuera aprender a pensar, sino aprender a encajar? Para explorar estas cuestiones, Forest Romm y Kevin Waldman realizaron un estudio que apunta directamente a los campus universitarios estadounidenses. «En los campus universitarios actuales, los estudiantes no maduran, sino que se las arreglan. Tras una fachada de eslóganes progresistas y prebendas institucionales se esconde una silenciosa crisis psicológica, impulsada por las exigencias del conformismo ideológico», explican los investigadores. Entre 2023 y 2025, Romm y Waldman realizaron «1452 entrevistas confidenciales con estudiantes de pregrado de la Universidad Northwestern y la Universidad de Michigan». Pero con un enfoque que no era político: «No estudiábamos política, sino desarrollo. Nuestra pregunta era clínica, no política: '¿Qué ocurre con la formación de la identidad cuando la creencia se sustituye por la adhesión a la ortodoxia?'». Y la pregunta era: «¿Alguna vez has fingido tener ideas más progresistas de las que realmente apoyas para tener éxito social o académico?». La respuesta, aplastante: un 88% dijo que sí. «Estos estudiantes no eran cínicos, sino adaptables. En un entorno universitario donde las calificaciones, el liderazgo y la pertenencia a los compañeros suelen depender de la fluidez en la moralidad performativa, los jóvenes adultos aprenden rápidamente a ensayar lo que es seguro», señalaron los investigadores. La consecuencia : «El resultado no es convicción, sino obediencia. Y bajo esa obediencia, se pierde algo vital». Los años universitarios son únicos, es cuando empezamos a unir nuestras experiencias con los valores heredados , construyendo la base de nuestra identidad y resiliencia emocional. Pero, según el estudio, «cuando la creencia es prescriptiva y la divergencia ideológica se considera un riesgo social, el proceso de integración se estanca». El resultado es que «en lugar de forjar un sentido duradero de identidad mediante ensayo, error y reflexión, los estudiantes aprenden a compartimentar. En público, se conforman; en privado, cuestionan, a menudo en aislamiento». Esta doble vida , advierten los autores, «no solo fragmenta la identidad, sino que frena su desarrollo». Los números son contundentes: el 78% se autocensura en temas de identidad de género , el 72% en política y el 68% en valores familiares . Asimismo, más del 80% admite haber entregado trabajos que no reflejaban sus opiniones para agradar a los profesores. El estudio se centró en el discurso de género , uno de los temas más polémicos y visibles en los últimos años. En público, los estudiantes repetían las ideas progresistas esperadas, mientras que, en privado, sus opiniones eran mucho más complejas . El 87% se identificó como heterosexual y defendía un modelo binario de género , y el 77% no estaba de acuerdo con que la identidad de género prevalezca sobre el sexo biológico en ámbitos como el deporte o la salud, pero nunca lo diría en voz alta . «La autenticidad, antes considerada un bien psicológico, se ha convertido en una desventaja social. Y esta fragmentación no termina en el aula», señalan los investigadores. Muchos estudiantes evitan hablar de sus valores incluso con amigos cercanos y casi la mitad oculta sus creencias en sus relaciones íntimas . «Esto no se trata simplemente de presión social, sino de regulación de la identidad a gran escala, y se está institucionalizando», afirman. Por último, los autores señalan que «no culpamos a los estudiantes por perpetuar un clima hostil a la integridad intelectual. Culpamos al profesorado, la administración y los líderes institucionales que construyeron un sistema que premia el teatro moral mientras castiga la indagación». Y su conclusión es clara: «Para que la educación superior cumpla su promesa como espacio de desarrollo intelectual y moral, debe reaprender la diferencia entre apoyo y supervisión. Debe volver a centrar la verdad —no el consenso— como su valor fundamental. Y debe devolver a los estudiantes lo que les ha quitado: el derecho a creer y el espacio para desarrollarse». En otras palabras, la universidad debería ser un taller de pensamiento y libertad, no un escenario de actuación constante .