Pujol y la nostalgia del Majestic
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La herencia política de Jordi Pujol parecía haber quedado repudiada por propios y extraños después de que el nacionalismo se embarcara en el conflicto que culminó el 1 de octubre de 2017 con un referéndum ilegal para la declaración unilateral de la independencia. El pujolismo fue desahuciado como estrategia para la relación de Cataluña con el Estado y como táctica para la gestión de la compleja realidad catalana. A este cambio de ciclo ayudó, y no poco, aquella acusación directa que formuló Pasqual Maragall a Artur Mas, sucesor de Pujol, en el Parlamento catalán: «Ustedes tienen un problema y se llama 3 por ciento». La corrupción quedó asociada a la era Pujol, lo que facilitó la desvinculación del nacionalismo respecto del 'seny' que adornaba –a veces de forma excesiva– la política convergente. Y esa corrupción presunta es la que llevará al clan Pujol al banquillo de los acusados en la Audiencia Nacional el próximo mes de noviembre. Sin embargo, en Cataluña rige la amnistía en su sentido penal y político, y de esta última ya se ha beneficiado Jordi Pujol, en proceso claro de rehabilitación ante la sociedad catalana. Un proceso que se retrató con la recepción que Salvador Illa, ya presidente de la Generalitat, ofreció a Pujol dentro de la ronda de encuentros con expresidentes catalanes. Dijo Illa de Pujol que «es una de las figuras más relevantes de la historia política de Cataluña», perdón político en toda regla a quien siempre gozó de una cierta impunidad en sus asuntos privados a cambio de la estabilidad que facilitaba al Estado, un 'quid pro quo' que el soberanismo maragalliano y el nacionalismo posconvergente despreciaron, pero que ahora empieza a recordarse con añoranza en la Cataluña zarandeada por las convulsiones separatistas. Esta hagiografía de Pujol que empieza a reescribirse revela la necesidad de la sociedad catalana de contar con figuras sólidas para corregir el rumbo perdido tras el 1-O. Quizá no sea lo más oportuno que esta retrospección se haga con cargo a una figura cuya próxima cita es un juicio por corrupción. Lo que sí sería razonable es trascender las personas y tomar nota de cómo a Cataluña siempre le fue mejor mientras el nacionalismo de base burguesa y urbana aceptaba –aunque fuera sin afecto y por mercantilismo político– los límites del orden constitucional y mantenía a la sociedad regional inserta en el devenir de la sociedad española en su conjunto. También le iba mejor hasta que el socialismo catalán se hizo soberanista e impulsó el estatuto de 2006, detonante de cuanto pasó a continuación. Sanear la figura de Pujol no pasa de ser un gesto de amabilidad de la dirigencia política, social y empresarial catalana consigo misma, una manera de hacer crisis interna y afirmar que se puede superar el 1-O con más de lo ya que había antes de la deriva unilateralista que se adueñó del nacionalismo catalán. En el fondo, hay nostalgia por todo cuanto supuso el pacto del Majestic , con el que Convergencia i Unió apoyó la investidura de José María Aznar en 1996, un acuerdo que hoy reverbera como denuncia de la actual pérdida de pragmatismo y de capacidad de consenso. La solución no es volver a un pujolismo arqueológico. Tampoco al soberanismo socialista, ni al separatismo independentista. Mejor es recuperar la capacidad para identificar intereses comunes en el marco de la Constitución y del respeto a la ley y a la diversidad interna de la sociedad catalana.