Los muertos del agua
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En la medianoche de la madrugada del 8 al 9 de enero de 1959, entre las doce y la una, la presa de Vega de Tera, de la eléctrica de Moncabril, reventaba y descargaba ocho millones de metros cúbicos de agua que arrasaron el pequeño pueblo de Ribadelago . 144 personas murieron en una tragedia que pudo evitarse. La catástrofe provocada en octubre por la dana en Valencia ha resucitado 66 años después la memoria de los muertos del agua, sepultados primero por la tromba y después por el silencio durante décadas. Sólo 28 cadáveres pudieron ser rescatados; el resto quedó para siempre bajo las aguas del lago de origen glaciar más grande de Europa. «Tan sagrada es el agua como la tierra para enterrar a los muertos», dijeron las autoridades al mando cuando los buzos claudicaron, exhaustos, sin encontrar ni uno de los 116 cuerpos arrastrados al lago . Era un secreto a voces. En el pueblo todos sabían que en el muro de hormigón de la presa el agua se escapaba a chorros, que llevaban dos años inyectando cemento en unas grietas que no secaban. A pesar de todo, días antes se ordenó llenar el embalse de Vega de Tera hasta los topes para probarla y producir electricidad al máximo, acumulando esos ocho millones de metros cúbicos de agua contra un muro mal construido y sostenido por unos contrafuertes que se iban deformando. Ocho kilómetros y medio de desnivel separaban la presa de Ribadelago. Es el cañón del río Tera que aquella noche se convirtió en una vía desbocada hacia la muerte. La versión oficial apuntaba al llenado de la presa por las fuertes lluvias pero el abaratamiento de los costes de obra, la avaricia del hombre y las trampas en los materiales tuvieron la culpa de una catástrofe que trascendió a los medios nacionales e internacionales. Después, el silencio, el olvido y la censura se impusieron sobre Sanabria y sus víctimas, los tribunales dictaron justicia sin justicia; incluso a quienes reclamaron lo que por derecho les pertenecía se les tildó de avariciosos. No hubo culpables. La profesora de Literatura María Jesús Otero -autora de los libros 'Tráeme una estrella' y 'El bramido de Tera', sobre la tragedia del Tera- era una niña de diez años que vivía en su pequeño paraíso, un pueblo de casas de piedra, madera y pizarra rodeado de cultivos de lino y cereal. Agricultores, ganaderos, padres, madres, niños, mozas espadando, gentes humildes que esperaban el prometido progreso de los embalses y la presa en aquel pueblecito donde las carreteras finalizan, conducen a ninguna parte. La casa que le tocó en el reparto familiar a su madre, por encima de las vegas y un poco alejada del pueblo, fue a la postre la salvación de todos los suyos. Allí dormían María Jesús, su abuela, sus padres y sus cuatro hermanos cuando Carmen, una amiga de la familia, les despertó con sus gritos. «Ay, Dios mío, que se han ahogado todos» . Con su madre, enferma de corazón, había sorteado el agua cruzando eras y trepando a las piedras hasta que la familia de María Jesús la socorrió. Asomada a un mirador, aquella niña de diez años que ahora es la voz, la memoria histórica de muertos y quienes les sobrevivieron, llegó a pensar que el Lago se había desplazado hasta el pueblo. Aquella noche interminable. Los gritos desgarradores y los lamentos; la larga espera de los supervivientes agarrados a los árboles, sobre las rocas más altas o los tejados, como Felipe 'el ciego' con su bebé de un año, que salvó la vida por el hueco que abrió su mujer, quien no cabía y quedó atrapada. Aquella oscuridad del fin del mundo sin saber si los suyos estaban vivos o muertos; el estupor, la desesperación de quienes no podían creer que una tromba endemoniada en apenas segundos había arrasado una forma de vida, los seres queridos, los bienes, los recuerdos. así uno por uno hasta 144. El paraíso convertido en un infierno . Y luego otra vez el silencio, esos solares que un día fueron casas llenos de vida plagados de cruces como un cementerio, recordatorios a cielo raso. María Jesús lo ha contado muchas veces: su padre, después de una noche de locura encerrado en casa sin poder ayudar, subió a una peña al clarear. «Ya no hay pueblo», acertó a decir.Ya no había pueblo. De las doce niñas que habían comulgado ese año, cinco perdieron la vida. No había pueblo, ya no había vida, ni risas en la era. Sólo destrucción, algún cadáver en las casas, animales ahogados en los establos.Silencio impuestoUn silencio impuesto durante décadas selló los labios de los supervivientes. Yo nací diez años después, sin noción del tiempo ni de tanta muerte. De mi niñez, verano tras verano, rescato conversaciones entre susurros, «la noche de aquello». Los nombres de los muertos escritos en las cruces, escritos en el agua. Hace apenas dos años abría sus puertas en Ribadelago Nuevo -el pueblo blanco diseñado para Extremadura y apadrinado por Franco que se levantó un par de kilómetros más allá- el Museo de la Memoria para que nunca se olvide la tragedia , ese forzoso olvido que quisieron imponer como si nunca hubiese pasado nada. Pero había pasado.Más allá de las fotos en blanco y negro, esos santos inocentes descalzos, casi desnudos; de los testimonios de los supervivientes y de quienes acudieron a ayudar -mi propio padre y sus amigos, entonces unos veinteañeros, llegaron dos días después de la catástrofe, encontrando un Lago crecido, desbordado, con sus aguas turbias y marrones -fango valenciano, lodo del siglo XX-, donde golpeteaba contra la orilla una cunita flotando; más allá del tiempo, cada 9 de enero los zamoranos recuerdan a quienes perdieron la vida en Ribadelago y rinden homenaje al abnegado y extraordinario espíritu de supervivencia de sus gentes, que supieron levantarse sobre tanto dolor y apostaron por la vida en medio de la nada. Las frías aguas del Lago, 66 años después, guardan la memoria de los muertos.