'El rayo colgado y peste de loco amor'
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Aanteayer se cumplió el centenario del nacimiento del mejor dramaturgo español del siglo XX, el valdepeñero Francisco Nieva, al que vamos a honrar en esta Tercera con el comentario de una de sus grandes obras del apartado del Teatro Furioso, 'El rayo colgado y peste de loco amor', y que tiene el subtítulo de 'Auto de fe imperdonable', subtítulo que le viene al dedo, porque tiene la estructura retórica, aunque en prosa, de todo un auto sacramental del también manchego José de Valdivielso. Hoy las monjas de Belorado nos ponen la obra nievana de actualidad, y muestran con ello que la realidad es siempre más inverosímil que la ficción. A ellas también las ha acompañado el demonio/Porrerito, según ellas mismas dicen cuando estaban en el monasterio de Derio, en donde las euripídeas/nievanas clarisas/Hermanas de la Resignación Armenia lo combatieron con sal en los suelos, no habiéndose ganado su amor. En el jardín había una encina que atraía al diablo, porque la plantó con un mensaje infernal un sacerdote maligno, como el don Gurrín de la obra de Nieva. Además, la encina estaba en Artebakarra, que en vasco significa 'encina solitaria'. Este auto sacramental de Nieva comienza con el interesantísimo personaje del Músico-Relator, que podría ser una evolución de la razón de los autos sacramentales. Este personaje fundamental va haciendo las definiciones de las cosas o personas que entran en escena, definiciones que nacen del contexto y significado teológico del drama, y su significado denotativo es sólo un eco. Básicamente es una enciclopedia heterodoxa, y a veces es una voz exhortativa y parenética. El ingeniero Sabadeo llega arrastrándose con terribles dolores en la tripa a un recóndito monasterio de raigambre milenaria perdido entre continuas explosiones del progreso, siempre dinamitador, en 'Las Batuecas'. Es el monasterio de las Hermanas de la Resignación Armenia, orden disipada en los acuerdos de algún concilio, y allí pide socorro. Dos afantasmadas monjas, sor Prega, tuerta que puede ver con su ojo ciego lo preternatural, y sor Isena, con un clavo hincado en la frente entre ceja y ceja, junto a Porrerito, el Niño-Demonio, el Luzbel de los autos sacramentales, son los tres únicos habitantes vivos del convento. El Niño-Demonio es el rey del convento, y la función que tienen las monjas es perdonarlo, de acuerdo al precepto que les dio en su día don Gurrín. ¿Por qué? Porque como dice sor Isena, «el demonio es el mal nacido del bien perdido». Y más adelante la misma monja afirmará que el diablo es una parte de Dios. Es por ello que el Músico-Relator llamará a Porrerito como «el diablo podestario». Aquí las monjas juegan en una ruleta al Año Cristiano, en donde la aguja cae siempre en la casilla con el número del santo más estrafalario. Sabadeo está perfectamente corrompido por nuestra civilización de razón y progreso. Hay acotaciones de Nieva casi imposibles de resolver por un escenógrafo: «Se escucha un grave fracaso»; si bien sor Isena, la del clavo represor en la frente, aclara: «Sólo es un trueno que se nos ha metido ahí el otro día y no sabe cómo salir». Otra acotación nos dirá: «Música contraproducente en el instrumento», y el personaje del Músico-Relator subraya: «Machaca el tiempo su paso sin vuelta y llega la cobardía de los instantes últimos». Estamos seguros, no obstante, de que la gran directora Rakel Camacho, con sus ojos claros, sabría resolverlas. Tras su larga lucha contra la irracionalidad de lo real, el racionalista y descreído ingeniero Sabadeo claudica, al fin: —Un milagro, quiero un milagro. ¡Ah, ya no puedo más! Piense hacer algo por mí. La carroña de una monja santa, la reverenda madre abadesa, es vista por el ojo ciego de sor Prega, un ojo que penetra en lo más profundo, como toda una enorme tarta de hojaldre y un monte de aromas con almendras dulces. Porrerito, el Niño-Demonio, tira un cartucho de dinamita de las cercanas obras del progreso que el ojo ciego de sor Prega había tomado como una zanahoria. Entonces el blasfemo Sabadeo martiriza al diablo Porrerito contra el deseo maternal de las monjas, que le habían siempre ofrecido sus madurados pechos en las cuevas de Sevilla, de Salamanca y de Toledo. Es entonces cuando las monjas recitan letanías al pequeño demonio, que son clara parodia de las letanías lauretanas. Y cuando Sabadeo les insta a las dos monjas a escapar del convento, éstas le replican contundentes: –¿Nosotras salir de aquí? ¡Eso jamás! El mundo está lleno de pecado y de vesania. Entonces Sabadeo le quita el clavo a sor Isena, y ésta comienza a hablar delirante y alborotando mucho los brazos como en un baile regional un poco loco. Entre las explosiones y los combates de Sabadeo con las monjas, éstas han quedado en cueros vivos, como coristas del Apocalipsis, con su traje de protocolo en la resurrección de la carne. Finalmente, el malvado ingeniero muere por una explosión de dinamita de las obras del progreso por arrojar su cigarrillo mal apagado, y Porrerito se lleva sonriendo en una motocicleta, quizás al Cielo, a la madre abadesa. Esta grandiosa obra se representó muchas veces en los primerísimos años de la Transición, segundo o tercer 'Año triunfal' de la misma, y fue inmediatamente traducida al francés. Late en ella el misticismo español, y más en concreto el molinismo, y con ella hubiera sufrido y gozado superlativamente don Marcelino Menéndez y Pelayo. El mal no tiene fin, como no sea en una obra de teatro, tal como el gran Paco Nieva nos decía. En 1980 éramos mucho más libres.