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El Rey baja al barro

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Durante la Segunda Guerra Mundial, los Reyes de Inglaterra visitaban junto a Churchill los barrios de Londres bombardeados por la Luftwaffe en las incursiones aéreas. Jorge VI –el Rey tartamudo– y la Reina Isabel se paseaban entre los humeantes escombros para apoyar a los damnificados por las bombas, para animar a los soldados y voluntarios que desescombraban los edificios para rescatar a las víctimas. El primer ministro, con su bombín y cigarro, se había erigido en símbolo de la resistencia contra el nazismo. Eran un monarca y un 'premier' a la altura del drama histórico que les tocó vivir. Condujeron a su nación a la victoria. La semana pasada, una pronosticada DANA –es el cambio de nombre en el Registro Civil de la gota fría– rompió sus esclusas para descargar una lluvia bíblica en varios lugares del país, siendo Valencia el epicentro de aquel apocalipsis acuático. En pocos minutos, el chispeo se convirtió en una tromba oceánica y las riadas anegaron numerosas poblaciones con violencia mortal. Quienes habíamos visto la película 'Lo imposible' fuimos conscientes, al ver las imágenes en las redes sociales y la televisión, que millares de personas estaban viviendo no algo similar, sino peor. Tras una noche más oscura que nunca debido a la falta de luz eléctrica, la tierra valenciana amaneció enlodada y sumida en un caos donde las calles parecían cementerios de coches, comenzaba el conteo de fallecidos y aumentaba el listado de desaparecidos. Los móviles o no funcionaban o daban la señal en balde. La Generalitat valenciana, desbordada por la virulencia de la catástrofe y el vértigo de los acontecimientos, se colapsó de inmediato. El Gobierno autonómico y el nacional se echaban pueril y estúpidamente la culpa de quién, cuándo y cómo debía haber decretado la alarma y advertido a los ciudadanos. En situaciones así hacen falta hombres y mujeres con templanza y competencia para afrontar las situaciones y dirigir a contrarreloj planes de salvamento y ayuda a la población, no que estén anestesiados por la mediocridad e hiperventilados por la suficiencia. En la Generalitat parecía haber al frente políticos de saldo, incapaces de coordinar con urgencia la atención a las víctimas y de exigir con rotundidad al Gobierno, entre otras cosas, el envío del Ejército para actuar en una geografía devastada a la que la naturaleza le había declarado la guerra. Conocida la magnitud del desastre, Pedro Sánchez continuaba de visita en la India acompañado por su mujer, en plan primera dama y vestida de Bollywood. Ambos sonreían y encendían bengalas mientras el Gobierno, al mando de una vicepresidenta experta en una grosera gestualidad en el Congreso, respetaba una invisible señal de 'stop 'y seguía al ralentí hasta el regreso del presidente, el cual, en una rencorosa declaración institucional que dejó al desnudo su catadura, dijo melifluo, refiriéndose a Mazón, el presidente valenciano, que «si necesita más recursos, que los pida». Sánchez se negó a movilizar la ingente capacidad operativa de nuestras Fuerzas Armadas y, junto a los boinas amarillas de la UME, envió un contingente militar a todas luces insuficiente. Supongo que se trataría de una táctica para no desairar a los desencapuchados de Bildu y a los mafiosos independentistas catalanes, a quienes fastidiaría comprobar cómo el pueblo español arropa a sus soldados y coopera con ellos con las manos en la pala. Felipe VI, que ejerce el mando directo de la Guardia Real, dio ejemplo y la puso a disposición del Gobierno, el cual hizo caso omiso, tal vez molesto por tan generoso ofrecimiento. El pasado domingo, los Reyes, acompañados por los presidentes de la Generalitat y del Gobierno, visitaron Paiporta, la zona cero del cataclismo, una localidad asolada por la muerte. Los vecinos del municipio, reventados de achicar agua y retirar un fango que ya hedía, habían recuperado las mascarillas, como en tiempos de la pandemia. Fue ver a la nutrida comitiva de autoridades donde iba Pedro Sánchez y la olla exprés de la indignación popular estalló en forma de lodo. Los incipientes gritos e insultos dirigidos al presidente del Gobierno evaporaron al punto su temple y trocó chulería por cobardía, huyendo a toda pastilla de Paiporta en su coche oficial, protegido por un valladar de policías y escoltas. En aquel 3 de noviembre transformado en Dos de Mayo, las pellas de fango arrojadas por gente encrespada alcanzaron a los Reyes y florecieron paraguas negros para protegerlos mientras el monarca, en un rápido gesto, obligó a cerrarlos. Él no tenía miedo del pueblo, consciente de que la Corona se resquebraja o afianza en momentos como ese. Sin achantarse, exponiendo su integridad física a un posible riesgo por mucha escolta que llevase, Felipe de Borbón –con una altura moral en contraste con la bajuna de Sánchez– se jugó el tipo y se acercó a los ciudadanos para escuchar sus peticiones, hablarles a una cuarta de distancia y abrazar a dos jóvenes: escena destinada a ser icónica. La Reina tampoco se marchó, y tras limpiarse el lodo de la cara, conversó visiblemente emocionada con una mujer, al igual que hacía su marido por otro lado. Es un matrimonio tal para cual. La gente, hirviendo de rabia, solo quería ser comprendida, escuchada en su desesperación, no sentirse abandonada. La valiente actitud del Rey aplacó la ira inicial y la visita demostró la solidez de la institución monárquica cuando las otras instituciones, o no dan la talla, o se las piran. El discurso del Rey cuando el Parlamento y Generalitat catalanas perpetraron el golpe de Estado fue el desfibrilador de la nación que insufló confianza a los españoles y obligó a reaccionar a la paralizada clase política, tanto gobernante como opositora. Los arrestos y empatía del monarca en Paiporta vuelven a demostrarnos que podemos confiar en alguien que se comporta así. Felipe VI tiene la talla histórica que tuvo Jorge VI durante la guerra. Sánchez no es Churchill, y no porque no gaste sombrero, ni fume puros ni tenga su deslumbrante oratoria, sino porque solo sabe comportarse sumiso con los partidos que odian a España y arrogante con quienes lo han perdido todo. Nos queda la Corona. Tenemos un Rey que se baja al barro.