Constitución, inane
0
A los ya clásicos problemas suscitados por el embrollo del ínclito Título VIII de nuestra Constitución (CE-78), se le ha añadido otro, mucho más grave y delicado: el intento de dominio, o de influencia irresistible, por parte del poder ejecutivo sobre los otros poderes del Estado. Lo más llamativo de ello, por inédito y atrevido, es que el Gobierno, es decir, el partido dominante, pueda imponer criterios parciales y normas de acción a órganos judiciales y, sobre todo, al TC. Parece imposible admitir, en pura lógica jurídica, que en una pretendida sociedad democrática puedan trastocarse los principios que inspiran su máximo ordenamiento, con métodos que, si bien puedan ser legales, son productos ilegítimos de una interpretación torticera del espíritu de la Constitución. Sin embargo, la cuestión está planteada con tal magnitud que habría que reconocer que no la remediaría una intervención meramente ambulatoria, sino una cirugía a fondo, y por lo tanto complicada, de aquélla. A tal velocidad ha corrido el sanchismo, como derivación perversa del socialismo científico, que a las modificaciones constitucionales más ciertas o convenidas socialmente se les han añadido otras que solo hace pocos años no se detectaban en un horizonte cercano. La conclusión es obvia: si por influencia sectaria o interesada de uno solo de los partidos dominantes se puede intervenir 'legalmente', mediatizar, o simplemente influir en la aplicación de nuestra Constitución, sus instituciones representativas devienen inútiles e inservibles. Si se reconoce que un partido político puede eliminar, prescindir, o interpretar en una sola dirección el 'tronco constitucional' o el 'espíritu' de la norma máxima, se ha malogrado el texto consensuado que pretendía una sociedad democrática. Sencillamente, aquélla se hace inane, y ésta imposible. Ante esta nueva situación, nada sibilina y simulada como antes, muchos españoles, ajenos al PSOE, no se explican cómo los de su 'secta' le siguen aceptando y votando. Lo explica muy bien Jorge Volpi cuando dice que «ellos creen que es la verdad, tan verdad que si el político de su corriente miente, no importa, porque hay detrás una verdad esencial». Ya no es necesaria la moral ni norma alguna y ha aparecido «un hombre enfadado sin remisión». La catedrática de Ética Adela Cortina se escandaliza y dice al efecto: «Si la mentira no importa, peligra la democracia». No es radicalismo si en este momento el sabio y viejo refranero español viene a decirnos: a grandes males, grandes remedios. En consecuencia, la reforma del poder judicial no necesita consejos morales, ni retoques de buena fe, ni enmiendas de estilo. Cualquier acuerdo serio y con rigor tendría que considerar que el Consejo General del Poder Judicial, y cualquier otro órgano electivo, tiene que someterse a un muy estricto sistema de incompatibilidades, para antes, durante y después de su ejercicio en él. Desde luego, habría que hacer desaparecer al TC (ese 7 a 5 predecible), sustituyendo su función de órgano político por una estricta consideración jurídica del mismo, e instituirlo como una sala especial del Tribunal Supremo. Y, además, habría que repasar los poderes del Jefe del Estado, atribuyéndole en exclusiva funciones que hoy sólo puede realizar con el visto bueno o a propuesta del jefe de Gobierno. El momento y la metodología de la consiguiente reforma supone un arcano dependiente de impredecibles avatares políticos. Sólo se haría posible por un previo pacto de Estado entre las dos grandes representaciones de las machadianas dos Españas. Hoy parece imposible. Y los políticos 'prudentes' y los expertos 'inhibidos' eluden o aplazan la cuestión, aconsejando dejar las cosas como están. Inane. Una propuesta lógica supone reconstruir una mentalidad reformista, que se sienta sumida en un proyecto prospectivo, gradual, que pueda implantarse sin trauma transcendente, en una sociedad más aquietada que la actual, y que no renuncie a vivir sin democracia. Habría que ponerse a ello, por quien le corresponda.