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Candado Golf: «La virtud de la regularidad»

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Tiene un enorme mérito mantener un restaurante de alto nivel en una ciudad como Málaga durante tres lustros. Y, aún más, cuando hablamos de cocina tradicional donde cada hijo de vecino y cada celebración familiar puntúan a la hora de juzgar. Escribía ya hace unos cuantos años que J avier Hernández es un cocinero curtido en mil batallas , un currante de la cocina, un artesano. Uno de esos cocineros que, sin darse demasiada importancia, sabe lo que quiere y lo que hace. Y lo hace muy bien. Y en esas mismas se mantiene. Malagueño y alumno de la escuela de hostelería de La Cónsula ha tocado casi todos los palos de la gastronomía y se ha baqueteado por sus diferentes ramas. Desde cocinas tradicionales y arrocerías como Entremares o empresas de catering como Lepanto a proyectos de vanguardia como aquel mítico Monte Sancha que trajo aires de renovación a la cocina malagueña –y donde coincidió con Dani Carnero – o Limonar 40 donde alternó durante más de un lustro la alta cocina con los eventos. Y así hasta llegar hace ya casi quince años al Club del Golf El Candado y hacerse cargo de su restaurante para plasmar su proyecto más personal, en una ubicación emblemática y con una de las terrazas más codiciadas de la ciudad. Una carrera intensa que le ha aportado una amplia experiencia y ha impreso en su cocina esa madurez de quien tiene claros los límites a los quiere llevar su propuesta. Piruetas las justas. Así, en Candado Golf, Hernández alterna platos estrictamente tradicionales con otros donde expresa una mayor libertad creativa. Pero siempre desde la contención y el respeto a las materias primas. Producto cuidado, ejecuciones limpias y, sobre todo, mucha regularidad. Conoce bien los gustos de sus clientes y los clientes saben lo que pueden esperar de él. Es en esa complicidad donde se debe medir el éxito de un restaurante y, aquí, esa ecuación se resuelve a diario. Esa cocina sobria, sensata y sin sorpresas deja un muy escaso margen a los errores. Productos muy escogidos, sin entrar en excesivos lujos, pero con la calidad por bandera; una carta muy atractiva que invita a pedir y a compartir y, por encima de todo, platos tradicionales puestos al día que se ejecutan con precisión, rigor y conocimiento. Esa cocina que contenta por igual a gastrónomos y a paladares poco aventureros que buscan sabores reconocibles. Una fórmula mucho menos sencilla de lo que puede parecer. Entrando ya en harina no dejen de aprovechar, si su visita coincide con que se hayan recibido, las fabulosas sobrasadas de Can Not. Es el primer guiño que encontramos del cocinero hacia Mallorca. Junto a ellas, se hacen imprescindibles la laureada ensaladilla y las anchoas de Sanfilippo que aquí se soban a mano y se sirven con un aceite de sus huevas y brioche tostado con mantequilla. Lujuria que se traduce en un festival de umamis y grasas. Además, unas magníficas gambas al pilpil , el elegante y canónico gazpachuelo, que aquí suelen hacer con rape y gamba blanca de Málaga, o en su versión más atrevida –pero muy atinada– los mejillones de Bouchot con un sabroso y equilibrado gazpachuelo de kimchi. Y llegamos a los arroces que siempre califican entre los mejores de Málaga. Hasta una docena de propuestas se agolpan en su carta y algunos van rotando según temporadas. Son la estrella de la casa y tienen poderosos motivos para serlo. En concreto sus arroces secos que he tenido la oportunidad de probar –el de pollo de corral, gamba blanca y alcachofa, el de presa ibérica con coppa, el de gamba roja y pollo o el espectacular arroz de dorada con su despiece de mi última visita– se presentan con el grano suelto y con cierta mordida, sin excesos de grasa y con un fondo potente pero que no amarga por las reducciones excesivas. Y, más importante aún, idénticos en todas las ocasiones, sin altibajos. La carta también ofrece una pequeña selección de carnes y pescados destacables como el atún encebollado o el bacalao con pisto. Los postres mantienen el nivel. Dulces y golosos, con ese punto casero e imperfecto que los separa de la pastelería industrial y esos postres de ensamblaje tan al uso. Muy rica su tarta de lima y suave la tarta de queso templada. Excelso el flan. El servicio, joven y eficiente, cumple sobradamente con el tono distendido que impone la casa y se muestra profesional y amable. Y la bodega –que, de nuevo, refleja los gustos de una clientela que busca vinos agradables al paladar y al bolsillo – no desmerece en absoluto la experiencia. Además, la reforma de la sala ha aportado empaque al restaurante y ha agrandado la terraza que mira al campo de golf. Si la gran virtud de un restaurante es su regularidad este Candado Golf de Javier Hernández debiera estar muy arriba en cualquier clasificación. Un restaurante de esos que apetece repetir y que no falla, donde saben muy bien lo que pueden ofrecer y lo que el público espera de ellos. Dominan perfectamente su menú y lo ejecutan sin titubeos ni irregularidades. Y el público les respalda, con razón: buen producto, oficio en la cocina, buen servicio y un entorno muy agradable. Cocina: 4 Servicio: 4 Entorno: 4