Un canje que exige explicaciones
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El mayor canje de prisioneros entre Rusia y Occidente desde el fin de la Guerra Fría se registró en un aeropuerto de Turquía. Veintiséis personas presas se han visto involucradas en un intercambio organizado por el servicio secreto turco a petición de Washington y Moscú. Turquía, a pesar de formar parte de la OTAN, se ha negado a adoptar sanciones contra Rusia por la invasión de Ucrania y está jugando un papel de pivote fundamental entre Occidente, Rusia y los países de Oriente Próximo. La operación, planificada desde hace meses, ha revestido una gran complejidad, puesto que los presos cuya libertad interesaba a Estados Unidos estaban en manos de Vladímir Putin y de su aliado bielorruso, Alexander Lukashenko, pero los que el Kremlin pretendía liberar estaban repartidos por cárceles de Alemania, Polonia, Eslovenia y Noruega. Alemania ha sido el país que más se ha resistido al canje. En sus cárceles estaba detenido el hombre que más interesaba recuperar a Putin: el sicario Vadim Krasikov, un agente de inteligencia ruso, condenado en Alemania a cadena perpetua por el asesinato del rebelde checheno de origen georgiano Tornike Khangoshvili el 23 de agosto de 2019 en el Tiergarten de Berlín. Krasikov intentó ocultar su identidad diciendo que se llamaba Sokolov, pero fue descubierto gracias a la colaboración de un periodista que lo reconoció. Los jueces alemanes no sólo lo encontraron culpable del asesinato, sino que demostraron la participación del servicio de inteligencia ruso, FSB, proporcionándole pasaportes con identidad falsa y dinero para el crimen. El juicio tuvo consecuencias políticas: Alemania expulsó a dos diplomáticos rusos por la participación del FSB. Esto explica la resistencia de la ministra de Exteriores germana, Annalena Baerbock, a participar en esta operación. Sus escrúpulos son lógicos: aceptar este canje sólo incentivará a Putin para que siga tomando rehenes y obligando a los países occidentales a adoptar atajos y desautorizar a sus jueces para liberar a sicarios ya condenados. A cambio de Krasikov, Putin ha aceptado dejar en libertad al corresponsal de 'The Wall Street Journal' Evan Gershkovich, hijo de inmigrantes rusos, y al exmarine Paul Whelan, detenido y acusado de espionaje en 2018. El nombre de Whelan ya estuvo sobre la mesa en un canje anterior, cuando Rusia encarceló a la estrella del baloncesto norteamericana Brittney Grier, a la que liberó nueve meses después a cambio de Viktor Bout, un famoso traficante de armas que estaba detenido en EE.UU. A petición de Putin, en el canje ha sido incluido el español Pablo González Yagüe, periodista de 'Público' y La Sexta, nacido en Rusia bajo la identidad de Pavel Alekseevich Rubtsov y nieto de un 'niño de la guerra'. González fue detenido por las autoridades polacas la noche del 27 al 28 de febrero de 2022 cerca de la frontera con Ucrania, tres días después de que Putin invadiera el país. Desde entonces ha estado detenido en una cárcel de máxima seguridad, acusado de espionaje. En enero pasado, el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, señaló, ante las quejas de sus familiares y amigos, que había recibido 17 visitas consulares y que «todos los derechos del señor González están siendo perfectamente respetados» por las autoridades polacas. El retorno a estas prácticas de la Guerra Fría plantea varios problemas. El primero, las actuales democracias exigen máxima transparencia y no están dispuestas a aceptar a ciegas las razones de Estado, por muy loables que sean sus propósitos. Y el segundo es que la decisión deliberada por parte de Rusia de mezclar periodistas y disidentes políticos con espías y sicarios comprobados constituye en sí misma una infamia.