“Les anuncio una alegría que lo será para todo el pueblo”, por Luis Fernando Crespo
* Por el padre Luis Fernando Crespo, sacerdote diocesano
No dejen de leer los Textos Bíblicos antes del siguiente Comentario. Lecturas: (Misa de la noche: Isaías 9,1-6; Tito 2,11-14; Lucas 2,1-14 // Misa del día: Isaías 52,7-10; Hebreos 1,1-6; Juan 1,1-5; 9-14)
En la fiesta de Navidad se acostumbra celebrar dos misas: una en la noche, la llamada Misa de Gallo, en la que se lee el relato del nacimiento de Jesús en Belén, tomado del evangelio de san Lucas, y la Misa del Día, que es ya una celebración centrada en el significado teológico del misterio de la Navidad. En ella se lee el Prólogo del evangelio según san Juan.
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La Navidad se ha convertido con el tiempo en fiesta universal, ha incorporado otros motivos: reunión familiar en torno a una cena generosa, intercambio de regalos, y otros protagonistas: Papá Noel, el árbol y todo el montaje comercial, luces y adornos en las calles y en los parques. Evidente es que esa Navidad deja de lado a muchísimas familias, calles y casas de la periferia. Ha resultado una Navidad sin Jesús, a lo sumo un pequeño “belén” en un rincón de la sala o de la casa.
Este año la celebración de Navidad se ha hecho aún más difícil en el mundo y en el Perú: las familias pobres han visto aumentar su pobreza como resultado – aún no superado- de la pandemia y la pérdida de trabajos; las guerras y el hambre afectando de manera despiadada a niñas y niños (anemia y desnutrición, abusos), dejando en ellos secuelas irremediables. El malestar de las mayorías, siempre postergadas y no escuchadas, se ha expresado en movilizaciones y marchas, que han sido reprimidas con irresponsable y letal violencia. Desde hace tres años hay familias que lloran con sumo dolor -y demandan investigación y justicia- la muerte de sus seres queridos, particularmente jóvenes. ¿Es posible en este contexto celebrar Navidad? Hay que distinguir. La Navidad de las luces y de la expectativa de regalos, de las fiestas que ignoran el dolor y la frustración de millones de compatriotas, no tiene sentido, ahonda el sentimiento de brechas y desigualdades, de desprecios y olvidos.
Esa no es la Navidad de Jesús. Hemos de volver a descubrir con la ayuda de las lecturas bíblicas su verdadero sentido. La lectura de Isaías anuncia que “una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” al que designa “Príncipe de la paz”.
El contexto de entonces no era mejor que el de hoy. El profeta lo presenta como el de “el pueblo que andaba a oscuras” y su liberación implicaba que “el yugo que les pesaba y la vara de su hombro –la vara de su tirano- has roto. Porque toda bota que taconea con ruido, el manto rebozado en sangre, serán para la quema”. La salvación que realizará esa criatura que ha nacido se orientará “para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia”.
El evangelio de Lucas, antes de contar el nacimiento de Jesús, se fija también en el contexto: menciona a César Augusto, el emperador del poderoso Imperio Romano, y el censo para asegurar el pago de los tributos que empobrecen a campesinos y pobladores. En esa situación de opresión y de sufrimiento de su pueblo, se presenta el nacimiento de Jesús. El mensaje a los “pastores”, grupo social despreciado por su permanente contacto con animales, es de “paz” y “gran alegría, que lo será para todo el pueblo”. Sólo ellos, en su insignificancia social, podían aceptar el anuncio de que “les ha nacido un Salvador” y la inverosímil señal: “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. ¿Por qué habrá escogido Dios como los primeros para recibir el anuncio del nacimiento humano de su Hijo a los últimos y más despreciados de la escala social? En esa opción algo se anticipa de lo que será la vida y el mensaje del Jesús adulto: reconocimiento y confianza en la capacidad de los pobres y pequeños para entender y hacer suyo el proyecto del Reino de Dios: justicia, fraternidad, paz “para todas las personas a las que Dios ama”, sin excepciones ni postergaciones. Navidad es un “misterio” de salvación en la pobreza: Dios se revela y se hace presente en la fragilidad y en la expresión de lo más débil: un niño, que nace en la pobreza de un pesebre. Y sólo los que se hacen como niños podrán acogerlo y entenderlo.
La segunda lectura, de la Carta a Tito, lo expresa bien cuando escribe: “se ha manifestado la gracia (= el amor gratuito) salvadora de Dios a todas las personas”. Un poco más adelante en la misma carta se lee: “cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres (y a las mujeres)” (Tt.3,4). Eso es lo que aconteció y lo que celebramos en Navidad: en la pequeñez de ese niño Dios se hizo uno de nosotros; de alguna manera podemos afirmar, no sin gran asombro y suma admiración, que se hizo cada uno de nosotros. No es una conclusión exagerada de una determinada teología, es palabra de Jesús: “lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt, 25,40).
Celebrar de esta manera la fiesta de Navidad no puede significar una evasión de la dura realidad. Constituye más bien un urgente llamado a transformarla, para que su celebración traiga “una alegría para todo el pueblo”.
Las lecturas de la Misa de Día suponen leídas las que hemos venido comentando de la Misa de la noche. Tienen su momento culminante en la lectura del Prólogo del evangelio de san Juan. El texto de Isaías tiene como telón de fondo el anuncio de la liberación del destierro en Babilonia y se alegra con la llegada del “mensajero, que anuncia la paz… que anuncia salvación, que dice: “Ya reina tu Dios”. El anuncio de paz y de salvación, que se asocia al reinado de Dios, siempre remite a una situación histórica donde éstas son negadas. El nacimiento de Jesús es el del mensajero que trae la Buena Noticia de la liberación. Por eso nos alegramos y celebramos. La segunda lectura, de la Carta a los Hebreos, entra de lleno en la consideración propiamente teológica. Estamos ya en los “últimos tiempos”, en ellos Dios “nos ha hablado por el Hijo”. Él constituye la revelación plena y, llevada a cabo su misión, “está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas”. No se refiere específicamente al nacimiento, sino a la capacidad reveladora de toda la vida de Jesús. En sus obras y palabras Dios nos habla y se nos da a conocer de manera definitiva.
El comienzo del evangelio de Juan, que leemos en el día de Navidad, está tomado de un himno cristiano antiguo, quizá con algunos retoques del autor del evangelio para insistir en la preexistencia de la Palabra. Evoca, con la introducción: “En el principio”, el comienzo del Génesis y de esta manera la presencia de la Palabra en la acción creadora de Dios. Recuerda la repetida expresión “Dijo Dios…” con que el relato del Génesis inicia cada día de la creación. La afirmación principal de esta parte del Prólogo expresa la preexistencia y la divinidad de la Palabra, que poco más adelante identificará con Jesucristo: “la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios”. Tomando expresiones que aparecerán a lo largo del cuarto evangelio, como vida, luz, gracia, verdad, aclara la relación de la Palabra con la humanidad: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre”; relación que reclama una acogida libre: “Vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Pero a los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios”. Esta venida queda expresada en una fórmula cargada de significado: “Y la Palabra se hizo carne”, debilidad, fragilidad, vulnerabilidad, capacidad de amar y también de sufrir y de morir. El texto concluye: “y hemos contemplado su gloria… como Unigénito, lleno de gracia y de verdad”. No es fácil reconocerlo en el niño recién nacido y acostado en un pesebre, menos aún en el Jesús que, por su manera de vivir y de hablar, terminó clavado en una cruz. ¡Qué extraño camino revelador, el que va del pesebre a la cruz!
Ahí radica el misterio de la Navidad, el compromiso de amor gratuito de Dios con nuestra humanidad, tan reacia a vivir las exigencias de la fraternidad y de la justicia. El Niño de Belén expresa bien la radicalidad de ese amor extremo de Dios por todos los seres humanos. El mismo evangelio de Juan lo proclamará más adelante diciendo: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Jn. 3,16). Con razón nos inspira sentimientos de ternura hacia el Niño, pero también debe inspirar compromisos serios de solidaridad y de humanidad con tantos niños y niñas que desde su infancia sufren abandono y desamparo, violencia y abusos, como si para ellos no alcanzara el amor de Dios. La Navidad de Jesús nos ofrece la posibilidad de una manera nueva de vivir y de creer en Dios.
Celebrándola así, les deseo una feliz Navidad.
