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Padres helicóptero

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Madre mía, madre mía el cartel de la Universidad de Granada: “El vicedecanato de prácticas no atiende a padres. Todo el alumnado matriculado es mayor de edad”. Sí, sí, sí conozco padres que pasan la noche en vela buscando materia académica para sus hijos universitarios, también que acompañan en las entrevistas de trabajo o se quedan a la puerta.

Hay pánico al error y el fracaso, pero los expertos subrayan que precisamente educar en la frustración y superación es imprescindible. No crecemos si no nos equivocamos. En las raíces de esta estulticia colectiva está la psicopedagogía de los sesenta, que proponía para los niños un mundo feliz. Se pretendía superar la época del autoritarismo, en la que los críos no contaban, sólo recibían órdenes y padecían castigos físicos pero, como en un péndulo, hemos pasado de terror a terror, porque el límite cruel y la sobreprotección total son ambos cuna de inseguridad.

Ha nacido un nuevo sujeto que ve fronteras infranqueables en madrugar mucho, desplazarse durante horas en el transporte público (excepto para una fiesta) o recibir la noticia de que el nuevo trabajo no incluye vacaciones durante el primer verano. Papá busca al niño en coche con veinte años, lo acompaña al cole con doce, le hace la maleta y hasta lo defiende de los profesores si cae un “cate”. Naturalmente, el “niño” se enanifica, porque se le regatean las circunstancias que nos hicieron crecer en la juventud: errores, golpes, meteduras de pata, irresponsabilidades y todas las consecuencias que nos hicieron colegir que el camino era otro.

El debate desatado por el cartel granadino es de agradecer. Hemos blindado la sociedad del niño-adolescente-joven y lo estamos acogotando. El bebé lleva chichonera para proteger el cráneo, tiene parques acolchados para no dañarse en los columpios, celebra cumpleaños en recintos alquilados con piscinas de bolas. Convertido en príncipe, se asfixia cuando lo llaman “gafotas” o “gordo”, pide ayuda a los papis a los quince y delega la matrícula en la universidad.

El padre boomer tiene un superávit de culpabilidad, toda la que le ha quitado al hijo. Considera su obligación ineludible sobre estimular al pequeño, estudiar pedagogía, vigilar los grupos de whatsapp día y noche, circundarlo en cada movimiento y sustituirlo en la medida de lo posible en los esfuerzos desagradables. La consecuencia no sólo es un hijo débil y un padre estresado, sino un insoportable ejemplo de que tener hijos es una indeseable condena. Corramos riesgos, aceptemos que nos hemos pasado. Una rodilla llena de costras o una brecha no son un certificado de incapacidad paternal. Una dificultad es una oportunidad. Tienen derecho a desarrollar sus recursos. En realidad, no son ellos, somos nosotros, a nuestras espaldas hay hombres y mujeres esperando a nacer al mundo.