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Los hombres pasan, las instituciones permanecen

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Los hombres pasan, pero las instituciones quedan, afirmó Jean Monnet, esto lo recordamos continuamente, pero quizás algunos olvidan que el padre de Europa añadía que «nada se puede hacer sin las personas, pero nada subsiste sin instituciones». La dedicación, la entrega, los valores y principios que rijan nuestra actuación fortalecerán o debilitarán las instituciones tras nuestro tránsito por ellas.

Esta reflexión que he mantenido presente, con mayor o menor acierto, en cada una de las responsabilidades que he ostentado, me lleva a preguntarme si en estos momentos somos conscientes de cuál será nuestra aportación colectiva; valga la ironía, de nuestras actuaciones y actitudes en este momento de gran incertidumbre en el que estamos y que avecina un cambio de difícil pronóstico.

Los paradigmas que se asentaron como inamovibles hoy se resquebrajan y no aparecen otros nuevos para sostener el sistema, ¿estamos condenados a repetir lo peor del siglo XX?

Llevamos tiempo contemplando jueces instando a actuaciones políticas, política judicializada, diputados señalando a jueces desde la tribuna de las Cortes, economía movida por sentimientos de identidad como hemos presenciado esta semana en la opa hostil entre el BBVA y el Sabadell (no lo señalo en términos negativos, pero sí novedosos por su valor por encima de lo económico). Los últimos estudios demoscópicos nos muestran a una juventud retro en vez de revolucionaria, tanto en libertades como en memoria, sobre nuestro sistema político. Y una escalada internacional para la guerra en vez de para la paz, incapaces de parar el cambio climático, con la naturalización del genocidio justificado por la política de bloques; en fin, todo lo peor que creíamos haber superado al pasar de milenio. Con todo ello… No puedo más que preguntarme hacia dónde nos dirigimos.

En ese mar que empieza a desbordarse, esta semana hemos vuelto a superar límites y líneas que no ayudan a fortalecer la democracia respetando la separación de poderes. Cuando no cumplimos con este principio básico de nuestra democracia, nos deslizamos por los senderos peligrosos e inciertos del abuso de poder.

No debemos acostumbrarnos ni normalizar el hecho de contemplar a diputadas como Míriam Nogueras señalando desde la tribuna del Congreso y atacando a jueces. Como tampoco debemos normalizar valoraciones morales que ataquen a otro poder del Estado en un auto de un juez de instrucción. He destacado en reiteradas ocasiones el rigor del juez del Tribunal Supremo Leopoldo Puentes, pero el «estupor» en su auto no pudo más que provocar en mí rechazo. Espero de los jueces justicia y celeridad, no me importan ni preocupan sus inclinaciones ideológicas cuando la interpretación de la ley que llevan a cabo es justa y rigurosa. Cuando estas valoraciones las plasman en un auto sí estamos ya ante un problema. La justicia no podemos entenderla como infalible, pero es indispensable.

Al igual que la democracia no es perfecta, pero es el mejor modelo que nos hemos dado y creado. De la misma manera, no se puede defender el poder político sin control, pues estaríamos en un sistema autoritario y no democrático. Tanto las diputadas y diputados que, de manera partidista e interesada, con objetivos que no responden al interés general ni respetan la división de poderes, llevan a cabo esas actitudes irresponsables como el manoseo del poder judicial están contribuyendo a debilitar nuestra cultura institucional.

Volviendo a Monnet, los líderes pasan y las instituciones perduran, pero para que ello sea así tenemos la obligación y la responsabilidad de defenderlas, explicarlas a las generaciones que nos suceden y respetar sus límites. Apostar de manera decidida por la educación cívica y democrática se ha convertido en una urgencia nacional.

No podemos sorprendernos de que, en una generación nacida en una democracia consolidada, uno de cada cinco jóvenes entre los 18 y 24 años estén dispuestos a renunciar a parte de la libertad y la seguridad que ofrece la democracia y vean de manera positiva la dictadura que supuso la etapa más negra de nuestra historia reciente. Algo no estamos haciendo bien.

Mientras tanto el caldo de cultivo es perfecto para que proliferen discursos antisistemas, xenófobos y racistas que tienden a quebrar la convivencia y lo logrado en estas décadas. Hoy ni la derecha es capaz de encontrar un discurso sensato, responsable y coherente que haga frente a esas posiciones ultras que le atenazan, ni la izquierda es capaz de mirar más allá de los estudios cuantitativos que pueden parecer hoy una oportunidad por la división de la derecha y ser una quimera, generando consecuencias desoladoras como sociedad con el auge de estos grupos que galopan sobre la desesperación de muchos ciudadanos.

Enfrentamientos entre generaciones, entre trabajadores y desempleados e incertidumbres sobre un futuro mejor, aderezado con representantes que no entienden su obligación de reforzar las instituciones, son el mejor abono para un horizonte que parece inevitable. Ojalá entendamos que proteger la democracia es una obligación.