Elogio del llanto
Mi mamá llegó temprano, como siempre. Vestida de negro, cruzó las puertas de la funeraria, buscó a su alrededor, pero no encontró a ningún conocido. Había muerto don Enrique, un compañero de trabajo muy querido que se dedicaba a la mecánica, y la pena le subía por la garganta. Se sentó entre otras mujeres que lloraban, lloró con ellas, rezó un rosario y compartió sus tristezas.
Al acercarse al ataúd, notó que estaba envuelto en una bandera de Costa Rica. Un hombre mayor, con rostro de profundo dolor, se presentó como el hermano del difunto. “Se nos fue el coronel, que Dios lo tenga en la gloria”, sollozó. Fue entonces cuando mi mamá comprendió que se había equivocado de funeral. “Chispas del oficio”, dice hoy cada vez que cuenta la historia, con una sonrisa, como quien se deja envolver por la ironía de la vida.
Siempre he encontrado una gran ternura en ese error. ¿Qué importancia tiene quién llora por quién, o si se llora por la persona equivocada? El llanto, al final, no se detiene en esas trivialidades. No necesita razones. ¿Y no es, acaso, la referencia a las “chispas del oficio” una revelación de que el verdadero oficio de mi mamá es el llanto? Estoy convencido de que así es.
Las llorantes
En tiempos antiguos, en los funerales, se contrataban mujeres para llorar. Las llamaban plañideras, aunque la palabra suena a pieza de museo antropológico. Prefiero llamarlas llorantes. Lo que hacían las llorantes no era actuación, sino un ejercicio profundo de conexión con el dolor ajeno. Prestaban su cuerpo y su llanto para amplificar el duelo de los otros, como si, al llorar juntos, el dolor pudiera volverse más llevadero.
Se dice que las llorantes no seguían un plan. Sabían, por herencia o intuición, cuándo soltar el lamento, cuándo temblar sin llegar a caer, cómo hacer que la voz se quebrara en el instante preciso. Maestras de la catarsis, su llanto funcionaba como liberación personal y como puente entre quienes se quedan y quienes se van. Era un ritual silencioso que honraba la pérdida.
Al salir del cuerpo de nuestras madres, un grito violento se fundió con el llanto. Sin ese vínculo primitivo con el mundo, que marcó el inicio de nuestra vida, no estaríamos aquí. Con su dolor expuesto, las llorantes nos enseñan que el llanto no es una debilidad, sino un acto sagrado y un regreso a nuestro primer lenguaje.
Una educación sentimental
Crecí, como tantos hombres en Centroamérica, bajo el mantra de que “los hombres no lloran”. A ese límite se sumaba la constante presencia de la Llorona: la figura etérea que vaga por el mundo, condenada a gritar su pena. Así, desde niños, nos enseñaron a sentir el miedo y a reprimir el llanto. A caminar con nuestras pérdidas sumergidas en lo profundo.
Crecimos, además, rodeados de melodramas. A los ocho años, descubrí a Memín Pinguín, un niño afromexicano, torpe y noble, con un corazón más grande que su torpeza. Sus aventuras se contaban en una revista semanal y nos enseñaron que el llanto podía ser un camino hacia la superación.
A los diez, llegó Marco: una serie de televisión que era también un continuo recordatorio de la fragilidad humana. En su búsqueda por encontrar a su madre, aprendimos, con Marco, que la vida puede ser una lucha desigual. Aprendimos, además, a buscar dentro de nosotros.
Los personajes de los melodramas no lloran solos en las revistas o en las pantallas; nos invitan a compartir sus lágrimas, a sentir el dolor y a revivir sin miedo la emoción. Mientras la vida se presenta a menudo con la frialdad de los datos, las cifras y las estadísticas, el melodrama nos recuerda que, antes que nada, somos seres que sufren y se conmueven. Que se mueven con los demás.
Una forma de amor
El llanto está presente en nuestra vida cotidiana, en las conversaciones que se alargan hasta la madrugada, en los abrazos sin palabras, en los momentos en que nos enfrentamos a las pérdidas más dolorosas. El llanto es, sin duda, la forma más honesta de mostrarnos vulnerables.
En su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Lorca nos revela que llorar puede ser una forma de amor y de honor. Llorar no es rendirse, sino rendir homenaje.
Tal como hizo mi mamá cuando llegó al funeral equivocado: honró a quien no conocía. En su llanto generoso había consuelo, belleza y una verdad que muy pocas veces alcanzamos.
Espero que, cuando muera, una llorante venga a mi lado y me acompañe. Que nadie le pregunte si somos parientes o amigos. Que le permitan sentarse, rezar y llorar, incluso si soy el difunto equivocado.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.