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'La pregunta 7': sí, era posible la bomba de Hiroshima

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La memoria, recordar o intentar recordarlo todo, registrarlo, como le ocurre al memorioso Funes de Borges, puede resultar algo funesto; un ejercicio destinado, como todo lo vivido, a la muerte o, quizá, al olvido. Pero, ¿qué es el olvido, sino ese lugar donde la memoria persiste, resiste y se fortalece, curiosamente, contra el olvido? La memoria del escritor australiano Richard Flanagan (Tasmania, 1981) no es, ese sentido, ni funesta ni, tampoco, prodigiosa o selectiva. Es, por decirlo de alguna manera, una memoria inefable, sideral, capaz de detenerse aleatoriamente en los detalles más íntimos y particulares de la vida del escritor y de su biografía familiar y, al mismo tiempo, en acontecimientos históricos que marcaron el pulso del mundo (así se trate de una guerra, de un libro, de una teoría científica o de un programa nuclear) y el suyo. «La pregunta 7», el nuevo trabajo de Flanagan, autor conocido por su novela «El camino estrecho al norte», que se llevó el premio Booker en 2013, es uno de esos libros que no ofrecen una trama, una historia, sino algo más esencial, algo que va más allá de las palabras, algo así como una inmersión directa en la experiencia de vida.

Lo real y lo ficticio

Porque «La pregunta 7», título prestado de una obra de Chéjov donde el autor ruso hace una parodia de un problema de matemática escolar que se resuelve con una pregunta fuera de toda lógica, es, ante todo, una noble meditación sobre el pasado y, a la vez, sobre los juegos de la memoria, que a veces no entiende de razones, en la que se mezclan y fusionan lo que es supuestamente real y lo que, aparentemente, es ficticio, lo cual no significa que se trate de algo creado o imaginado desde la nada. «No hay memoria sin vergüenza», escribe Flanagan en un momento de estas memorias atractivas y fascinantes que el autor divide en diez capítulos y que se separan, a su vez, en pequeñas entradas y en la que bucea con los ojos abiertos en la oscuridad del tiempo y cuentan hechos, anécdotas, e invitan a la reflexión con palabras certeras con las que Flanagan ilumina el mundo, su parte en el mundo, como una reacción en cadena.

Aunque el centro del libro es la parodia de Chéjov, alrededor suyo gravitan tres círculos, lo cual le da a «La pregunta 7» esa estructura giratoria que lo hace tan seductor. El primero de los círculos tiene que ver con la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y acerca de la premonición de H. G. Wells (y sus amoríos con Rebecca West) en su novela «El mundo liberado» de que algo así, «una nueva arma de poder hasta entonces inimaginable», era posible, y sobre el científico húngaro Leó Szilárd, que tras la lectura de la novela pensó que Wells tenía razón: podía crearse una bomba atómica que provocara una reacción nuclear en cadena.

El segundo, por su parte, gira en torno a la colonización de Tasmania y se enlaza con el primero porque hay una vuelta a Wells y a otra de sus novelas: «La guerra de los mundos», inspirada, según el propio Wells, en el desastre provocado por la colonización europea sobre la población.

Y el tercer círculo lo envuelve todo y, de alguna manera, da respuesta a una pregunta que no tiene respuesta, como un problema infantil de matemática, de la familia de Richard Flanagan, particularmente, de la vida de su madre y su relación con las manos de ella, y con su padre, un hombre que fue torturado después de caer prisionero de los japoneses en una mina de carbón poco antes de que el Enola Gay lanzara la bomba atómica sobre Hiroshima en septiembre de 1945. Dónde estamos, quiénes somos, adónde vamos y de qué está hecha la historia que vivimos parecen ser las preguntas, en todo caso, que se hace Flanagan a lo largo de este libro que resulta hermoso y que a la vez es muy inquietante. Preguntas que no tienen respuestas en realidad pero que marcan el camino, respuestas que no tienen palabras porque las palabras, como las de un libro, y así concluye el mismo autor en esta obra, nunca son el libro. Su alma, escribe, lo es todo.