Inventario íntimo de descubrimientos
“No hay un solo hombre que no sea un descubridor”, afirmó Borges, sabio inagotable.
Sin ser Colón o Magallanes, todos somos descubridores en nuestro propio pedacito de mapa. Permítanme, pues, para celebrar este atributo compartido, hablar en primera persona.
Descubrí el mar a los cuatro años, cuando desconocía el alfabeto, pero sabía ya nombrar las olas, la arena, el sueño, la quebrada.
Descubrí después el Silabario castellano y en este, a un ave peligrosa: ¿Quién mató al yigüirro? Yo, yo lo maté, con mi arco y mi flecha, dijo un soterré. Descubrí el guayabal de San Felipe, renacido en mis nostalgias cada vez que me acerco una guayaba rosada a la nariz.
Descubrí que mi abuelo guardaba periódicos para envolver productos de su pulpería y al leerlos descubrí a Greta Garbo, de quien habla en sus memorias Joaquín Gutiérrez, que la descubrió mientras ella hacía una escala en Puntarenas cuando seguía siendo –respetemos las mayúsculas– La Divina.
Descubrí el lago Petén Itzá a la hora en que la ciudad de Flores despertaba y algunas edificaciones de ventanales encendidos parecían trasatlánticos inmóviles. Descubrí la belleza del mercado en Chichicastenango, donde ramas de pino alfombran algunas calles y las tumbas –rojas, azules, verdes, amarillas– desafían la monotonía de la muerte.
Descubrí Tikal por la mañana y la recorrí andando entre pavas silvestres y templos donde se adoró a dioses hoy vencidos. En Yucatán, descubrí la última pirámide a la que estaba permitido subir y hallé, 120 escalones sobre el suelo, una selva frondosa y sin ríos. Allá descubrí también la torta de huevo aderezada con yerbabuena y la estela en la cual vieron algunos un final, aunque la piedra se refiere a un comienzo, a una nueva cuenta de los días.
Una noche descubrí, desde la azotea del hotel Saint John’s, que la bahía de La Habana es una luminosa herradura y que a esta, quizá, confía su suerte el Caribe.
Descubrí, gracias a Truman Capote, que a quien Dios le da un don, también le da un látigo; descubrí Manhattan diecinueve días después de cumplir 34 años y supe, también por Capote, que la isla es un témpano de diamante que flota en las aguas de un río.
En Manhattan, descubrí el otoño en los árboles y en Central Park, un obelisco equilibrista sobre cuatro cangrejos de bronce; en el tren, una pareja de ancianos me preguntó, sorprendida, en qué país había nacido que cultivaba la costumbre de ceder mi asiento a los mayores. Descubrí, antes de bajarme en la próxima estación, que la señora de la pareja conocía, al menos, dos palabras castellanas: muchas gracias.
Descubrí el Caribe sur mucho después de conocerlo porque el amor me llevó hasta Cahuita un setiembre, cuando el pueblo paseaba su calma entre días secos, y descubrí que un hombre puede sentirse como en su casa aunque esté lejos de esta si alguien en la calle lo empieza a llamar vecino.
En el Caribe, descubrí la gran migración de rapaces, la segunda más grande del mundo. He visto, varios octubres, densas bandadas cruzando el cielo para dejar botados los fríos del norte y crecer y multiplicarse en las tibiezas del trópico.
El día final del siglo veinte descubrí, desde una lomita en el parque Rincón de la Vieja, que toda la llanura podía transformarse a medianoche en un único juego de pólvora y que el primer día de enero del 2000 seguía el barro hirviendo en las pailas, sin pausa la respiración de las fumarolas e invitando al baño, y a la desnudez, el susurro inmaculado de las caídas de agua.
Descubrir es, es fin, un sendero inagotable. Hace dos semanas, por ejemplo, (re)descubrí la delicadeza del café caracolillo y apenas el viernes descubrí, a las 9:32 de la mañana, que a estas alturas del invierno, moviéndonos entre aguaceros feroces, un roble del paseo Colón tuvo la bella ocurrencia de dar flores, desobedeciendo la orden de esperar al verano.
La historia de cada hombre es la suma de incontables descubrimientos. Empezamos muy temprano, al notar que el llanto acercaba el juguete, terminaba con el hambre, nos sacaba del cajón y nos devolvía a unos brazos...
Acabo de descubrir que empecé escribiendo en la primera persona del singular y pasé de pronto a la primera del plural. ¿Ven? Así vamos, así iremos, todos por la vida.
ovidio.munoz@nacion.com
Ovidio Muñoz Corrales es periodista.