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La degradación del presidencialismo

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El viernes pasado, a primeras horas de la madrugada, la vacancia de Dina Boluarte se consumó con una velocidad inusitada. En una sesión nocturna, el Congreso aprobó su destitución casi de forma unánime y, antes de que pudiera completar su último discurso, la todavía cámara unicameral interrumpió la transmisión para proceder a la juramentación del sucesor José Jerí.

Ese gesto es la imagen literal de cómo la institución presidencial ha sido desvirtuada hasta reducirse a un trámite susceptible de ser neutralizado en el momento y la forma que convenga a una mayoría legislativa.

Antes de 2016, la Presidencia aún constituía el eje de la conducción política: depositaria del mandato ciudadano, responsable última de la política pública y contrapeso legítimo frente a un Congreso con funciones de control. Aun con sus defectos, aquel presidencialismo mantenía un equilibrio básico entre autoridad y fiscalización democrática.

Desde entonces, Keiko Fujimori, César Acuña y sus satélites han trabajado por la involución institucional del presidencialismo. El Legislativo comenzó a condicionar e incluso a decidir la supervivencia del Ejecutivo sin que ello implicara, formalmente, un cambio constitucional al sistema de gobierno.

Como resultado, los peruanos han visto transitar en menos de 10 años a 8 presidentes cuando solo debió haber dos, de acuerdo con la Constitución.

¿Cómo se llegó a este punto? Porque la lógica de supervivencia desplazó a la de gobierno. Los presidentes dejaron de gobernar para dedicarse a negociar su continuidad con mayorías capaces de vacar o censurar a discreción. Desde 2016, esos bloques congresales han impuesto su agenda y cooptado institucionales estatales como la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales y órganos de control como la JNJ y el TC. Mientras eso ocurría, la debilidad de los partidos permitió que muchos legisladores actuaran como pequeños señores feudales, traficando lealtades y favores en nombre de la estabilidad.

La Presidencia se ha vuelto un artificio manipulable por mayorías —Fuerza Popular, APP, Avanza País, Somos Perú, Podemos Perú, Renovación Popular y Perú Libre— que han instaurado un parlamentarismo de facto. En este esquema, los presidentes débiles se tornan piezas desechables, útiles solo a los intereses de quienes dominan el Congreso. Dina Boluarte y, ahora, José Jerí son la imagen de ese sistema.

La pregunta entonces es qué se puede hacer. Y la respuesta pasa necesariamente por una purga de los responsables (congresistas autoritarios y sus partidos políticos) para luego dar paso a reformas que cierren los vacíos que han permitido estos abusos.

En este camino, la reacción colectiva exige desde las calles reglas claras y prácticas políticas responsables, para evitar que el equilibrio siga inclinándose hacia actores que pervierten la institución para su propio beneficio. Porque recuperar la función plena de la Presidencia es recuperar, al mismo tiempo, la calidad de la democracia, hoy venida a menos en el Perú.