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Ocho trabajadores de una ONG neerlandesa son detenidos en Burkina Faso tras acusaciones de espionaje

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El ministro de Seguridad de Burkina Faso, Mahamadou Sana, confirmó esta semana el arresto de ocho trabajadores vinculados a la International NGO Safety Organisation (INSO). Las acusaciones que pesan sobre ellos son de espionaje y de traición. Sana sostuvo en una rueda de prensa que los arrestados "recogían información militar sensible" (movimientos de tropas, zonas de operaciones, rutas...) y que compartían estos datos con potencias extranjeras. Entre los detenidos figuran dos ciudadanos franceses (uno de ellos, director de país de INSO), un checo, un maliense y cuatro burkineses. Medios locales apuntan a que uno de los dos franceses tendría doble nacionalidad, franco-senegalesa.

La detención del director nacional a finales de julio fue el primer indicio de la tensión con la junta militar burkinesa. Por esas fechas, las autoridades ya habían suspendido a INSO por un presunto "levantamiento de datos sensibles sin autorización". Según la versión que sostienen, la ONG mantuvo actividades "clandestinas" incluso después de esta suspensión. Y los hechos acontecieron con un patrón reconocible entre las juntas militares del Sahel: inspecciones a la oficina de la organización en Uagadugú, detención del responsable nacional, interrogatorios al personal local e internacional y, en octubre, el anuncio público de las acusaciones.

Cabe a remarcar que INSO no es una ONG dedicada a la ayuda directa. Con sede en los Países Bajos, su labor consiste en mejorar la seguridad de quienes sí ofrecen ayuda directa, como pueden ser la distribución de alimentos, la gestión de centros de salud o la creación de programas de emergencia. Su trabajo consiste, en definitiva, en monitorizar incidentes, elaborar análisis de riesgo, emitir alertas y capacitar a equipos humanitarios en gestión de crisis, movimientos seguros y protocolos ante posibles emboscadas, ataques o secuestros.

En Burkina Faso opera desde 2019, con una oficina de coordinación en la capital y cobertura itinerante en varias regiones afectadas por la violencia. Sus boletines semanales y sesiones de formación son utilizados por decenas de organizaciones que dependen de esa "inteligencia de seguridad humanitaria" para decidir rutas, horarios y despliegues.

Precisamente aquí radica lo peliagudo del caso. En Burkina Faso y bajo el gobierno liderado por Ibrahim Traoré, la frontera entre lo que se entiende como seguridad civil y la seguridad nacional es cada vez más fina. Mapas de incidentes, avisos de cierres de carreteras o notas sobre presencia de actores armados pueden leerse por tanto de dos maneras. Para las ONG, se tratan de informes indispensables para salvar las vidas de sus trabajadores y evitar riesgos innecesarios. Para una junta militar que libra una guerra asimétrica contra el yihadismo armado, estos informes pueden delatar dinámicas operativas o vulnerabilidades logísticas, sobre todo si cayeran en manos enemigas. En definitiva, lo que el sector humanitario presenta como “fuentes abiertas” puede ser considerado por un Estado autoritario como materia reservada.

La organización rechaza "categóricamente" las acusaciones

La organización de origen neerlandés emitió un comunicado donde "rechaza categóricamente" las acusaciones y afirmó que no maneja información confidencial y que sus productos se basan en datos accesibles al público. Sostuvo además que su presencia en el país está registrada desde 2019 y que dejaron de recolectar datos sensibles tras la suspensión emitida este verano. En su defensa, también recuerda que su misión es estrictamente técnica, neutral y destinada a reducir el riesgo operativo de cientos de trabajadores humanitarios.

En el último año, Burkina Faso ha intensificado el control sobre actores internacionales en su territorio. Se acumulan las revocaciones de licencias, suspensiones selectivas y señalamientos públicos a organizaciones extranjeras y medios de comunicación por "desmoralizar a las tropas" o "difundir información hostil". La relación con agencias de la ONU también ha atravesado una mala racha que se podría aplicar a toda la región; o, al menos, a todos los países del Sahel que son gobernados por juntas militares.

En Mali, por ejemplo, el Gobierno prohibió en 2022 las ONG financiadas por Francia. En Níger, tras el golpe de Estado de 2023, se revisaron autorizaciones y, en 2024, se retiraron licencias a organizaciones de carácter humanitario. La desconfianza hacia actores internacionales (en particular, europeos) se ha traducido en la región en una serie de barreras legales y narrativas contrarias a las ONG que asocian su trabajo con injerencia política... e incluso con el colaboracionismo con el terrorismo.

La crónica de INSO es el perfecto ejemplo de la deriva que se describe. Una organización dedicada a reducir riesgos para terceros, que opera con metodologías aceptadas en otros teatros de crisis, se ve súbitamente situada en la jaula de la inteligencia. El desenlace judicial aclarará las responsabilidades que se deban aclarar, pero ya queda claro que la línea entre la seguridad humanitaria y los secretos de Estado no deja de estrecharse en el Sahel.