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La batalla cultural en apuros, por Juan De la Puente

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La presencia de los grupos ultraconservadores en A. Latina tiene diversa intensidad. En algunos países, como Brasil, Colombia y Argentina, llegaron al gobierno (Bolsonaro, Duque y Milei, respectivamente), en tanto que en otros, como en Chile y Perú, y nuevamente en Colombia, se encuentran en posición de ganar los próximos comicios. Ecuador y El Salvador son casos singulares de gobiernos autoritarios que no se integran a la corriente regional de lo que se autodenomina la batalla cultural.

Sobre el gobierno de Bolsonaro existe consenso sobre su trágico legado pleno de violencia, deforestación, empleo precario, pobreza e informalidad; de su manejo errático de la economía y su política internacional, que debilitó severamente la influencia de Brasil en la región y en el mundo. Su performance golpista y su condena por ello son el cierre en falso de la primera experiencia de gobierno de la derecha extremista en A. Latina.

Cuando se inició en diciembre de 2023, la presidencia de Milei era prometedora e idealmente disonante para los oídos radicales, habida cuenta de que le precedían varios años de fracaso peronista y la experiencia neoliberal de Macri, igualmente desastrosa. La Argentina que votó por Milei, harta de la corrupción, la inflación y la pobreza, sintonizó con su discurso contra la “casta”, su odio al Estado y su grito de batalla desde la economía libertaria. Era la apuesta más ultraconservadora de las últimas décadas en la región.

Ya no lo es. En las últimas semanas, Argentina experimenta la desilusión del mileísmo. Del éxito inicial en la rebaja de la inflación se ha pasado al descontrol de la economía, con el dólar al alza y la destrucción del empleo. Los primeros quiebres de sus promesas —como romper con China— empalidecen frente a otros, como endeudarse con el FMI por 20 mil millones de dólares, el poder global al cual Milei dijo en campaña que jamás acudiría. Ahora Argentina es el país de A. Latina que más le debe al FMI: 64 mil millones de dólares.

Fue más allá. Su lema de campaña fue “antes de subir un impuesto, me corto un brazo”, pero su política tributaria es otra: bajar los impuestos a los ricos y subirlos a los pobres. A los primeros les obsequió la rebaja general de las retenciones (pagos aduaneros) en beneficio del sector cerealero, lácteo y minero, y el alivio del pago de impuestos a las grandes inmobiliarias, pero restituyó el pago del IVA (IGV) a los productos de la canasta básica, aumentó 15 veces el precio del combustible y repuso el impuesto a las utilidades de más de un millón de trabajadores.

Milei demuestra que el extremismo no puede tener una política económica coherente, el equivalente de la esterilidad que en el mismo terreno muestra la economía venezolana, y acaso la boliviana de los últimos años. Faltando dos años para el término de su mandato, exhibe resultados dramáticos. Durante su gobierno, hasta mayo de 2025 se cerraron casi 16 mil pymes y se perdieron en ese sector 224 mil empleos registrados. La caída de los sectores industrial, textil y calzado exhibe cifras que van desde el 20% al 50%.

Impresiona el sentido errático del manejo económico, considerando que Milei se vendió como un economista erudito que calificaba de descerebrados a los que le llevaban la contra. Debe saberse que el Banco Central de Reserva argentino no es autónomo y la idea de no acumular reservas fue llevada al plano de política pública, de modo que el BCR decidió no acumular reservas en el segundo trimestre de este año, impulsando en parte la corrida cambiaria que sufre la economía argentina actualmente.

En lo político, no pudo formar una mayoría gobernante. Sin diálogo y sin cooperación, perdió el apoyo de los gobernadores provinciales, a los que insulta en público, y a una parte decisiva de sus aliados en el Congreso. Se distanció de su vicepresidenta y del expresidente Mauricio Macri, y agrede reiteradamente a la prensa y a la sociedad civil. Su gobierno es un ejemplo de improvisación gigantesca: cogobierna con su hermana, a quien dice reportar y a la que llama “jefe”; tiene asesores que no están en la planilla del Estado; habla poco con sus ministros y, cuando se produce una crisis, enmudece varios días y explota en episodios delirantes. Ese comportamiento es increíble, y más aún que, a pesar de las señales previas a su elección, apostaran por él la prensa conservadora y los grupos económicos más poderosos.

Los recientes escándalos de corrupción tocan directamente a Milei y a su hermana copresidenta. Los datos fluyen: los hombres de la casta se reciclaron en su gobierno, así como los lobbistas siguen arrancando decisiones mercantilistas, en tanto la corrupción privada se entiende con los funcionarios como en las épocas peronista y macrista.

Este no es un ramillete de anécdotas presidenciales. Interpretándose en clave de corto y largo plazo, nos avisan del fracaso del discurso que se asume extremadamente confrontativo y que afirma que la arena pública —actores y auditorio— protagonizan en pleno siglo XXI una batalla cultural que, al llegar al poder, debe erradicar a sus enemigos, suprimir derechos y libertades y edificar un futuro muy propio, que no sea compartido.

La batalla cultural es un discurso, pero no un proyecto. No es capaz de reflejarse con éxito en el gobierno, de lo que ya nos hablaban los fracasos de Duque y Bolsonaro, solo que el de Milei es más resonante por la radicalidad de sus propuestas. Intentar aniquilar a las universidades públicas, recortar las pensiones y suprimir los derechos de las personas con discapacidad son prácticas que, desde antes de que ganara las elecciones, estaban vetadas por el sentido común, pero él las implementó.

Y fue más allá. Recortó programas para jóvenes (-39,8%) y adultos mayores (-9,3%) y las becas Progresar (-63,3%). Se ensañó contra las políticas de género: eliminó el Ministerio de la Mujer, redujo el presupuesto para salud sexual y violencia de género, bajó a mínimos los programas Acompañar y ENIA, y pretende suprimir la figura del feminicidio.

La situación argentina es un aviso para las próximas elecciones en A. Latina. Revela la distancia entre los discursos radicales contra la democracia y los derechos, y la práctica cotidiana de gobernar, especialmente en sociedades en crisis políticas, económicas o en ambas esferas. Los hombres providenciales sin partido, sin historia, sin experiencia y sin equipo, financiados con nocturnidad y portadores de un furioso futuro que amenaza con pulverizar las formas, presentan límites inherentes. El fracaso empieza con ellos.

A. Latina ingresa a un superciclo electoral de corto plazo. En siete países (la segunda vuelta en Bolivia, Honduras, Chile, Costa Rica, Perú, Colombia, Brasil) se llevarán a cabo elecciones marcadas por novedosos fenómenos. Al mismo tiempo que se deterioran los partidos tradicionales, surgen liderazgos populistas, la mayoría ultraconservadores, portadores de la batalla cultural en escenarios cruzados donde se aprecia que polarización y fragmentación son un todo desafiante.

La tendencia es a que las elecciones sean penetradas por campañas que cruzan las líneas rojas de una deliberación democrática con la promesa de elegir un gobierno sin límites y capaz de combatir la inseguridad y corregir los problemas políticos y económicos. Donde es posible desarrollar debates y diálogo —como en Chile— se aprecia rápidamente la falta de profundidad, calidad, información y coherencia de quienes apuestan por un futuro no compartido. En cambio, en países donde el debate político transcurre con extrema violencia verbal, como en el Perú, o violencia física, como en Colombia, es imposible separar la verdad de la mentira y es más fácil que se filtren discursos que anuncian resonantes fracasos. Elecciones sin diálogo y sin deliberación no son una práctica democrática y no conducen a una nueva política.