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Los Indomables: la película épica que se subleva frente a la nueva ley del Cine

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Una noche típica de miércoles en Lima se iluminó cuando el altiplano entró por los ojos: pampas inmensas, lluvias inclementes y tambores que recuerdan que hubo un tiempo en que el sur se levantó para decir basta. En Los Indomables cada gesto, cada manta, cada frase, pertenece a un mundo que el cine comercial suele recortar, pero que aquí, en cambio, ocupa todo el protagonismo.

En la pantalla, Sapa Inca —último descendiente de los incas aymaras— y Gregoria, su compañera, construyen una historia de amor como trinchera en medio de la guerra. Esa ternura contradice la violencia que atraviesa la película.

El aplauso del final dura lo suficiente para que el público recobre el aliento. Luego vienen los abrazos, la foto de rigor y esa conversación de pasillo que es el mejor termómetro de una película: “buena”, “es nuestra historia”, “necesaria”, se escucha.

En primera fila, Tito Catacora escucha. Agradece sin ceremonia y vuelve a su idea matriz: “Es una película épica, histórica”. Y añade, en conversación con La República: “Muchas veces la historia se cuenta desde el punto de vista del vencedor. Nosotros la levantamos desde el vencido. Yo soy andino; en ese entonces, perdimos”.

La palabra “vencido” no suena a resignación, sino a desafío. Catacora traza su propio mapa de nombres: “¿Quiénes hicieron la rebelión indígena de 1780? Encabezó Túpac Amaru, continuó Túpac Katari, culmina con Pedro Vilca Apaza”. La película elige una esquina —Puno, el altiplano—, pero abre ventanas a todo el proceso. Allí aparece Sapa Inca, el personaje de Edwin Riva, y Gregoria, el papel de Maribet Berrocal.

En la ficción, ellos cargan las contradicciones de la gesta: la obsesión libertaria, la desunión que muerde por dentro, la intromisión de un poder religioso que no sabe qué hacer con quien se aferra a su lengua y a su ritual. Afuera, en 2025, resuena otra música: Puno, los cortes, los muertos, la etiqueta fácil de “violentos”. Catacora no lo dice con esas palabras, pero su película responde: el altiplano no es una caricatura, es un país que late y resiste. Es el Perú.

El filme se proyectó en el Centro Cultural de la PUCP. Foto: Cortesía

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La épica íntima

La fotografía no es postal. Los cielos abiertos no están para alabarlos, sino para recordar que la violencia, en los Andes, siempre tuvo un marco de belleza brutal. Para este ayacuchano, es imposible no sentir, por un breve instante, el aire puro de la sierra. Entonces, la cámara se pega a los rostros, escucha el quechua y el aymara como rezos, y deja que el vestuario diga lo que la historia oficial recortó.

Hay escenas de choque —cuerpos tendidos, desmembrados, torturas, lenguas cortadas y traiciones cobradas—, pero también manos que curan, una pareja que se promete aguantar siempre más, un día más. Gregoria, en la interpretación de Berrocal, no es “la esposa de”. “Puede querer, puede amar, pero también puede ser cruel cuando alguien acecha a su familia”, dirá después la actriz en su impecable debut cinematográfico. Es quien se subleva, dentro de una historia de sublevados, para recordarnos que la historia no le pertenece solo a los hombres.

Sapa Inca, encarnado por el aymara Edwin Riva, carga con la responsabilidad de dar vida a una figura poco conocida. Sabe que Lima aún no entiende qué significa el orgullo del altiplano, entonces, entiende que representa algo más. “No es solo una lengua —dice—, es una cultura. Si desaparece el aymara o el quechua, desaparece una cultura entera. El cine es una forma de defenderla”.

Y entonces aparece él, el rostro del héroe. Es el único Túpac Amaru que ahora reconocemos: Reynaldo Arenas. A los 81, la voz revolucionaria no pierde filo ni se gasta. Sigue siendo gallarda. Tras la función, afirma conmovido: “Es una obra con linda factura técnica, hermosa fotografía; los personajes están muy bien delineados”.

Tito Catacora le dice que es Tupac Amaru, que él siente que José Gabriel Condorcanqui Noguera está vivo cuando lo ve. Reynaldo, como poseído por el espíritu del caudillo cusqueño, suelta una de esas frases que el país lleva décadas masticando: “En el Perú, desde la colonia existen dos clases sociales: los que no duermen y los que no comen. No duermen por temor a que despierten los que no comen”. No hace falta subrayar nada.

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Entre pasillos

Los Indomables confronta heridas que no cierran y una coyuntura que las multiplica. “No buscamos confrontar. Queremos respeto, una sociedad más justa, donde el trato sea de tú a tú. Si hay problemas, conversemos”, sostiene Catacora.

Pero su película llega en un contexto adverso: la distribución que el Ministerio de Cultura tardó en financiar, la ley Tudela que limita el apoyo estatal al 50 % y la narrativa centralista que insiste en que “nadie ve cine peruano”.

Reynaldo Arenas lo sintetiza con crudeza: “Al Ministerio de Cultura no le importan este tipo de películas. Apuestan por lo soso, fofo. Pero el cine regional se ha puesto los pantalones largos y hay gente que seguirá haciéndolo”.

Catacora, menos estridente, pide algo concreto, confiesa un deseo: “No es justo que se nos censure. Ojalá el próximo gobierno revierta lo injusto. La Constitución habla de libertad de expresión; hay que respetarla”. No es un pedido romántico: sin recursos de promoción, el cine se queda sin público. Y si se queda sin público, le da la razón a los Tudelas y Caveros. Es un círculo perverso que el cine regional conoce de memoria.

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La historia por su nombre

En el coloquio posterior, el director abre el cuerpo de la película como quien muestra una cicatriz. Explica la metáfora de un general que se ensaña con un mariscal; recuerda a Túpac Amaru, a Túpac Katari, a Vilca Apaza; diferencia al “reformista” de los “totalitarios” sin panfleto; convoca a un verbo olvidado: reivindicar. “Soñamos con que se reivindique al originario, al indígena”, dice.

No hay una épica más grande que esa: la de decir “aquí estamos” sin pedir permiso. Berrocal recoge el guante: “Antes de sanar, hay que aceptar que hay heridas. Se transmiten de generación en generación. La película nos confronta con eso”. Riva remata: “Los aymaras somos de sangre fuerte. No nos rendimos. Queremos que se respeten nuestros derechos. Ese es nuestro legado para las nuevas generaciones”.

Los Indomables habla de 1781, sí; pero también de 2025. En sus pliegues asoman el racismo que no se jubila, el clasismo que maquilla su lenguaje y el individualismo que desarma causas colectivas. 

Hay caciques que renuncian a su reflejo y aspiran a blanquearse aunque el espejo, y los verdaderos blancos, los devuelvan a su misma piel. Hay iglesias que, entonces y ahora, quisieran ver docilidad donde hay resistencia.

Y hay un altiplano que no cabe en una etiqueta: no es “violento”, no es “indomesticable” por capricho; es un territorio con memoria. En el filme, esa memoria tiene textura: lana, barro, honda, huayno y huaracazo. Y también un ritmo: el de la vida que insiste.

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Los oficios del frío

En Puno, filmar es una prueba física. Arenas lo recuerda con un medio gesto de sonrisa: “Trabajar con ese friaje es maravilloso”, dice, y lo que podría sonar a hipérbole sale como constatación. El equipo —técnicos, actores, productores— es mayoritariamente regional. Ese dato no es un adorno, es político. Donde el centralismo dictó durante décadas los temas, los acentos, los rostros “vendibles”, aquí el altiplano produce su propia épica con sus propios oficios. No hay exotismo: hay saber. La cámara no “descubre” costumbres, conversa con ellas.

Por eso Los Indomables no juega a la reconstitución museográfica. Deja un regusto de dignidad: “No siempre el indígena va a estar de rodillas”, repite Catacora. Esa frase explica por qué una película histórica puede volverse presente: porque nos dice quiénes fuimos, pero sobre todo, quiénes no queremos volver a ser.

La función especial en la PUCP fue una parada estratégica. Ya hubo un lanzamiento en Cusco, con puesta teatral en escena incluida, y este 29 toca Puno —casa adentro, con todo el equipo. El 2 de octubre es el estreno nacional. No es casual el orden: descentralizar no es consignar un párrafo; es decidir dónde empieza la fiesta.

Catacora lo resume con modestia: “No es trabajo de una sola persona; es un equipo. Estoy agradecido con todos los que dieron todo por todo”.

Arenas, por su parte, mira más allá de la cartelera. Tiene un plan que suena a legado: “A los 85 pienso retirarme. Quiero construir un centro cultural para niños indígenas en Cusco, probablemente en Quispicanchis o en Ollantaytambo”. No es un adiós, es un traspaso. La película se llama Los Indomables; su gesto, también.