Inhabilitaciones a la carta y represión Congresal, por Juan Luis Salinas
Francisco Sagasti va a ser inhabilitado para ejercer cargos públicos cuando el Congreso vuelva de sus vacaciones en marzo. El informe mamarrachento para hacerlo ya fue sustentado por el congresista Montoya y aprobado por la Comisión Permanente del Congreso con la fuerza bruta de los votos del pacto autoritario que gobierna. Y si bien falta la votación final en el pleno, es iluso pensar que un rayo de conciencia caerá sobre los congresistas y que, de pronto, les importará hacer las cosas bien.
Pero este es solo el inicio. Tras la inhabilitar a Sagasti, el Congreso seguirá priorizando acusaciones forzadas contra Salvador del Solar, Mirtha Vásquez, María Antonieta Alva entre otros, mientras las denuncias contra más de diez congresistas por mochasueldos, peculado y organización criminal siguen acumulando polvo en el cajón de algún asesor de confianza. Total, para mis amigos todo, a mis enemigos “la ley” (ley entre comillas, porque de estas acusaciones, de legales, no tienen nada).
Las acusaciones constitucionales en Perú han dejado de ser un mecanismo de rendición de cuentas para el que fueron pensadas para convertirse en una herramienta de represión política. Y es clave entenderlo como tal para saber qué esperar en el futuro.
Cuando hablamos de represión política en Perú, lo primero que se nos viene a la mente es la represión física violenta de las protestas. Para mala fortuna nuestra, ejemplos cercanos nos sobran. Sin ir muy atrás, el despliegue militar ordenado por Dina Boluarte al inicio de su gobierno dejó un saldo de más de 50 muertos y cientos de heridos. Pero sería un error pensar que la represión estatal necesariamente involucra el uso o amenaza de la fuerza física y que, por ende, en tanto el Congreso no controla a policías y militares (no directamente, al menos), no puede reprimir a sus opositores.
La represión política adopta múltiples formas para controlar cualquier amenaza al régimen político de turno. Desde la ciencia política existen cientos de estudios dedicados a entenderla. Y a pesar de ciertas variaciones en su definición, existe consenso en que esta es el uso o la amenaza de sanciones contra individuos u organizaciones con el propósito de imponerles un costo y así disuadir sus actividades o creencias que amenazan a las instituciones o las élites en el poder. Y la diferencia entre esta y el uso legítimo de la autoridad radica en que cuando se reprime, se utiliza el poder coercitivo del Estado para violar derechos fundamentales (como la libertad de expresión, asociación, prensa, protesta, entre otros), transgredir el debido proceso en procesos legales o poner en riesgo la integridad o seguridad de los ciudadanos.
Tal definición abarca las acusaciones constitucionales que el Congreso está impulsando. Por más que las camuflen de justicia y rendición de cuentas, son simplemente un burdo intento de callar a sus enemigos. Callar a los enemigos actuales imponiéndoles un costo insuperable (inhabilitaciones) por considerar que amenazan su coalición autoritaria porque podrían derrotarlos electoralmente en el futuro. Y callar a los enemigos futuros enviando un mensaje, una demostración de fuerza, que haga que quien quiera desafiarlos en el futuro lo piensen dos veces.
Esta maniobra es vieja. Y se ve en varias partes del mundo. Se ve en Venezuela, se ve en Nicaragua, se ve en Rusia. Se ve básicamente, en cualquier dictadura o autoritarismo a lo largo del globo. Y resulta irónico que las mismas personas que se indignaban porque el chavismo inhabilitó a Maria Corina Machado celebren la potencial inhabilitación de Sagasti y compañía por “caviares”. Que los mismos que repetían que “así empezó Venezuela” en las elecciones pasadas no se den cuenta que así sí empezó Venezuela.
Y por si la intimidación a líderes políticos opositores no fuese ya lo suficientemente grave, la situación empeora cuando se incluye en la ecuación la potencial represión hacia jefes de las instituciones electorales. El Congreso ya ha tomado pasos para poder hacerlo. El año pasado inició el camino para aprobar una ley que les permita someter a los jefes del JNE, ONPE y RENIEC a su juicio político. Asimismo, ya existe en sus oficinas una acusación constitucional contra el presidente del JNE, Jorge Salas Arenas.
La mezcla de la normalización del uso de estas acusaciones como herramienta política y la posibilidad de que estas se usen contra las cabezas de los organismos técnicos encargados de darnos elecciones limpias es sumamente peligrosa. Básicamente, somete a funcionarios técnicos a la voluntad del Congreso so amenaza de inhabilitación. O me favoreces o te inhabilito. Y dado que, como bien mencionó Diego Pomareda en su último artículo, la transparencia de nuestro sistema electoral es lo único que nos consideren como un régimen híbrido y no como un autoritarismo, la proliferación irresponsable de acusaciones constitucionales tiene el potencial de darle la estocada final de nuestra alicaída democracia. De dar el empujoncito que nos falta para ser un autoritarismo con todas sus letras.
Entonces, esto no se trata solo de Francisco Sagasti ni de su inhabilitación. Tiene 80 años y no va a postular a ningún cargo público. Y, francamente, ser inhabilitado por este Congreso de impresentables es casi una condecoración. El problema real es la puerta que esto abre. Con cada acusación constitucional usada exitosamente como arma política, el Congreso se envalentona más, convirtiendo la represión institucionalizada en una práctica común. La cascada de decadencia que se inicia con estas inhabilitaciones selectivas tiene el potencial de darle la estocada final a nuestra frágil democracia.
Hoy es Sagasti. Mañana serán del Solar, Alva y Vásquez. Y después de ellos, cualquier funcionario, juez, fiscal o líder social que le resulte incómodo al pacto. Y cuando finalmente despertemos y queramos reaccionar, tendremos un autoritarismo bien constituido y perparado.
Por eso, la única respuesta posible ante esto es denunciarlo, documentarlo y frenarlo antes de que se normalice. Porque si permitimos que la represión política se instale sin resistencia, no será solo la democracia peruana la que caiga en manos de quienes nunca tuvieron intención de defenderla. Será el país entero.