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La letal negligencia de nuestras autoridades, por Jorge Bruce

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Desde la recordada caída del puente Talavera, bautizado, con involuntaria ironía, como Solidaridad por el alcalde Castañeda, los desastres causados por la negligencia de diversas autoridades no han cesado. Lo cierto es que nunca cesaron. Pero remontémonos al 2015 para no hacer de esta nota un recuento macabro interminable. En el 2015, el gerente de infraestructura vial de la municipalidad de Lima, José Luis Justiniano, pronunció esta memorable frase: “El puente no se ha caído, solo se ha desplomado.” El eufemismo ya es parte del acervo humorístico nacional. Al punto que se ha olvidado la primera parte del comentario pretendidamente exculpatorio: “Esto es parte de todo lo que está ocurriendo en el país”, explicó sin ruborizarse.

Con la distancia de los años, queda claro que el funcionario tenía razón en ese punto. Hace pocas semanas, se vino abajo, en plena reunión de trabajo, el techo del colegio de ingenieros de La Libertad. Imposible no ver en ese acontecimiento una metáfora de la situación del país.

Hace poco se partió el puente de la Panamericana Sur en Chancay, cuando lo atravesaba un ómnibus lleno de pasajeros. Ahora se ha venido abajo el techo del centro comercial Real Plaza de Trujillo. En ambos casos, ocasionando la trágica muerte de personas que estaban viajando en un autobús, en un caso, en el otro disfrutando de un momento de esparcimiento en un patio de comidas. Personas que se sentían confiadas, seguras y relajadas, de pronto se vieron inmersas en una situación horriblemente traumática, en caso de haber sobrevivido.

Lo más probable y triste, es que esto siga ocurriendo. Son las consecuencias de tener autoridades irresponsables, corruptas, ignorantes o todas las anteriores. Son las consecuencias de vivir en un país abandonado a su suerte. En particular en lo que respecta a los habitantes menos empoderados. Mientras escribo estas líneas observo que todas las partes concernidas en la tragedia de Trujillo, hacen malabares para lavarse las manos. Esto incluye a la Presidenta de la República, quien exige castigar a los responsables, omitiendo mencionar que hay dos propuestas de ley en el Congreso para facilitarle la vida a los Centros Comerciales. Esto implica ampliar el plazo para la supervisión técnica de dichos centros, así como facilitar su reapertura. Lo cual ya había ocurrido en el Real Plaza, por lo demás.

Pero lo más grave fue que Boluarte evitó decir que eso incluía facilitarle la muerte a los parroquianos que asistían a dichos lugares comerciales. El sector privado, en este caso el grupo Intercorp, tampoco ha emitido una respuesta que ofrezca una auténtica empatía y se comprometa a hacer lo imposible para reparar tanto dolor.

La sensación que estas reacciones dejan es la de un afán de eximirse de cualquier responsabilidad ante lo impensable. Imagínense por un momento estar en familia, en pareja o con amigos, disfrutando de unos momentos de solaz y de pronto se venga abajo la inmensa estructura del techo. Ante semejante horror, lo primero que corresponde es ponerse al lado de las víctimas y ofrecerles lo que sea preciso para ayudarlas a sobrellevar una experiencia tan atroz.

Pero, más allá de unas frases trilladas, huecas, no he encontrado nada que sintonice con la tristeza, la desolación de los sobrevivientes y quienes han perdido a sus seres queridos. Es decir, no solo tenemos autoridades irresponsables e incompetentes. También son indolentes y oportunistas. Están esperando que pase el tiempo y las voces de indignación y pena se vayan acallando. En pocas palabras, el bien común no existe en su lista de preocupaciones. En cambio, lo que ocupa un lugar preferencial en sus prioridades, es el beneficio propio. Esta ecuación es letal para los que no se encuentran cubiertos por esa reducida muestra de privilegiados.

Este es un síntoma claro de la descomposición de nuestro lazo social. Nadie se hace cargo. Todos se reenvían la bola y niegan haber promulgado la ley, fallado en la construcción, descuidado la inspección, etcétera. Es lo que sucede cuando una comunidad, en este caso nacional, se revela incapaz de organizarse estableciendo vínculos en donde el otro tiene los mismos derechos que yo. Peor aún. A quienes osan recordar esta regla esencial de la convivencia, se les tilda de inmediato de caviares, comunistas o terrucos. Es así, que, poco a poco, la democracia va quedando como un globo desinflado, roto.

Es para apuntalar -paradójicamente- esta ideología autoritaria, retrógrada y elitista, que se están preparando unas elecciones amañadas. El objetivo es garantizar el triunfo electoral de alguno de los candidatos que perpetúe este estado de cosas, en donde la vida de las mayorías carece de importancia. Por eso hay un nexo invisible pero poderoso entre los mencionados desastres -son solo una pequeña muestra que no incluye, por ejemplo, al desastroso estado de las carreteras por las que se desbarrancan a diario los transportes de los más pobres- y la cuestión política.

Hay un engarce firme entre la indolencia que ha enlutado a Trujillo y todo el país, y la deplorable calidad de las autoridades responsables de nuestra gobernanza. Esta ausencia de vínculos de cuidado y protección de los peruanos, está detrás de estos constantes “accidentes” que figuran con lamentable frecuencia en las primeras planas de los medios. No son, pues, accidentes. Son la consecuencia inevitable de una negligencia criminal. De un afán desmedido de lucro, para el que las leyes de protección a los ciudadanos son un estorbo que es preciso emascular.