Múnich, tenía que ser
Tras la publicación de “El Capital”, de Karl Marx, en 1867 y después de su muerte en 1883, Friedrich Engels fue quien se encargó de editar y publicar los volúmenes de la obra que habían quedado inconclusos. Años antes de que eso sucediera, precisamente en 1848, ambos habían lanzado una advertencia —o más bien una afirmación— en el Manifiesto Comunista sobre la influencia que las ideas comunistas estaban ganando en el continente bajo la frase: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”.
En la época de Marx y Engels, la burguesía temía el avance de una ideología que prometía derrocar su dominio. Hoy, el mundo no está sacudido por un fantasma ideológico, sino por un fenómeno político que trastoca el orden global llamado Donald Trump.
Es difícil determinar hasta qué punto el presidente Trump y su gobierno comprenden realmente lo que ocurrió en Múnich tras la histórica reunión entre Neville Chamberlain y Adolf Hitler. En aquel momento, Chamberlain regresó a Inglaterra con un papel en la mano y proclamando haber conseguido la paz.
Pero la historia, más que caprichosa, suele ser cruel y, en ocasiones, incluso irónicamente cómica. Hoy, empeñada en repetir sus ironías, ha querido hacerse en el desenganche definitivo entre Europa y Estados Unidos. Y es que, en la actualidad, nuevamente ha sido Múnich el epicentro de una nueva etapa que probablemente signifique el fin —o tan siquiera un significativo debilitamiento— de años de cordialidad, cooperación y buenas relaciones entre europeos y norteamericanos.
El discurso del vicepresidente J.D. Vance, en el que reconoció la innegable crisis de Europa, es un reflejo de las mismas tensiones y situaciones que enfrenta Estados Unidos. La crisis de liderazgo, el desgaste institucional y el cuestionamiento del modelo occidental no son exclusivos del viejo continente. Sin embargo, lo verdaderamente relevante no es solo el diagnóstico, sino la actitud de la administración estadounidense ante este nuevo escenario.
El eje de las relaciones entre Europa y Estados Unidos, tradicionalmente cimentado en el poder militar y el poder tecnológico-económico, está en proceso de redefinición. Lo que alguna vez fue una alianza inquebrantable basada en valores compartidos y objetivos comunes, hoy se encuentra en entredicho. Washington parece haber decidido que su prioridad no es fortalecer Europa, sino velar por su propia hegemonía sin las ataduras de una alianza que considera cada vez más innecesaria.
Trump ha provocado una sacudida profunda que no solo reestructura el poder dentro de Estados Unidos, sino que también altera el tablero geopolítico internacional. Nos sorprende porque queremos sorprendernos, porque preferimos no admitir que nada de esto es inesperado. No hay que olvidar ni dejar a un lado que todo esto fue previamente anunciado, defendido, vendido y, lo que es peor, legitimado por la propia decisión del pueblo estadounidense.
A pesar de su poderío material y económico, no hay sociedad en el mundo que enfrente una crisis interna tan grave como la estadounidense. Es como si algo se hubiera roto en algún punto entre la década de los años sesenta y el presente.
Lo que comenzó como una tensión entre la libertad individual y la cohesión familiar se convirtió en una crisis social de largo alcance. La estructura que alguna vez sostenía la comunidad y la identidad se fragmentó hasta quedar reducida a un individualismo extremo.
Durante décadas, Estados Unidos ha destinado recursos inimaginables a conflictos que han terminado en fracasos, alimentando un ciclo en el que el poder militar se entrelaza con la corrupción de una élite que oscila entre lo civil y lo militar. No hay que olvidar que la última guerra ganada por los estadounidenses fue la Segunda Guerra Mundial, hace casi ochenta años.
No existe una cifra exacta de cuánto dinero se han gastado los estadounidenses en estas travesías infructíferas —aunque seguramente la cifra estaría referenciada en billones de dólares—, pero lo que sí se sabe es que, por más que lo han intentado, los estadounidenses no han podido volver a ser el gran imperio que alguna vez fueron.
Antes de ceder el poder a John F. Kennedy, Dwight Eisenhower lo advirtió diciendo: “En los consejos de gobierno, debemos protegernos contra la adquisición de influencia injustificada, ya sea buscada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial para el desastroso aumento de poder fuera de lugar existe y persistirá”. Desde ese momento, el complejo militar-industrial se había convertido en una amenaza no solo para Estados Unidos, sino para el mundo entero.
Sin embargo, la maquinaria del poder ha cambiado. Ya no se trata exclusivamente del complejo militar-industrial, sino del dominio absoluto sobre la percepción de las masas. El verdadero campo de batalla está en las pantallas, en la capacidad de manipular información a través de un dispositivo que se ha convertido en una extensión del ser humano: el teléfono móvil. Ahí reside la influencia; ahí está el dinero y desde ese aparato se define la narrativa que las élites quieren que creamos para que su ecuación de poder siga funcionando.
El fantasma y el terremoto de los que hablaban Marx y Engels recorren hoy el mundo con una nueva cara: la de un Estados Unidos que lucha por recuperar su posición dominante e imperialista. Durante décadas, fue una nación indiscutiblemente poderosa; económicamente fuerte; culturalmente creativa; y, sobre todo, un país construido sobre el esfuerzo de inmigrantes que, con su trabajo, hicieron posible el llamado milagro americano. Sin embargo, la crisis actual radica en la pérdida de confianza en sí mismos.
Hoy Estados Unidos atraviesa una especie de terapia colectiva que tiene como objetivo reafirmar su identidad, recuperar su autoestima y restaurar la fe en su papel en el mundo. Dicho esto, no es muy equivocado decir que el fentanilo mata, pero mata más la soledad y el fracaso social.
En este contexto, Trump no ofrece alternativas. Su estrategia es clara y responde a una única certeza: el poder de Estados Unidos sigue dependiendo de su fuerza militar. Por esta razón, el actual presidente estadounidense ha optado por militarizar su discurso político, borrando décadas de convenciones sociales y acuerdos internacionales.
Esto ya no es un debate democrático. Es un programa preestablecido, respaldado y refrendado por el propio pueblo estadounidense. Un programa que no necesita consensos porque tiene un líder con una visión única y un grupo de seguidores que la expanden por el mundo. En esta nueva lógica de poder, la diplomacia se ha reducido a amenazas, imposiciones y presiones basadas en los intereses de quien ocupa el Despacho Oval.
Se está poniendo fin a una creencia largamente sostenida: la idea de que el orden surgido tras la Segunda Guerra Mundial seguiría vigente de forma indefinida. Esto ya no es cierto. Como ocurrió en el primer mandato de Trump, su gobierno parece comprender, respetar e incluso admirar más al hombre fuerte del Kremlin que a las democracias europeas.
No puede haber Unión Europea sin el soporte alemán. Quiero creer que el agotamiento del viejo orden es el resultado de la acumulación de diversos factores y no de una estrategia premeditada. Sin embargo, no se puede ignorar que el principal beneficiario de esta nueva reconfiguración geopolítica, de esta nueva visión de Washington y Moscú, es el partido neonazi alemán.
El entendimiento entre hombres fuertes plantea que la solución de una guerra en Europa —que ya ha implicado destinar más de 213 mil millones de dólares en ayuda militar por parte de Estados Unidos y más de 134 mil millones de dólares por parte de la Unión Europea— sea pactada y arreglada sin la participación ni voz del país, donde se ha librado la guerra ni la participación de la misma Unión Europea.
Desde la perspectiva estadounidense —y también desde la rusa— la realidad es innegable: Ucrania no recuperará los territorios que Rusia tomó en 2014. Estados Unidos no ve ningún beneficio en su adhesión a la OTAN y, en consecuencia, ve inviable su ingreso a la organización. Y lo más importante, se ha decidido cortar el suministro de armas y se ha fijado un plazo de 45 días para que se alcance la paz.
La dinámica global está cambiando. En tiempos de crisis, los pueblos buscan líderes autoritarios, figuras que encarnen la autoridad paternalista que han perdido. Sin duda alguna es mucho peor no tener un padre que tener un mal padre o un padre dictador. Dicho esto, el mundo está reencontrando un padre, alguien que, desde la amenaza constante del uso de la fuerza, dice y deja claro a los demás que si cuando tuvieron la oportunidad no supieron qué hacer con sus problemas, ahora van a tener que hacer lo que él les diga y piense que es la solución a sus problemas.
En ese sentido no hay que hacerse muchas ilusiones. La dialéctica es militar, la operación es militar, la diplomacia es militar, todo es militar. Actualmente, las decisiones, las estrategias y las respuestas están todas determinadas por un enfoque de confrontación y dominio.
El T-MEC fue, es y seguirá siendo un elemento y una herramienta clave en el escenario regional. Aunque pueda parecer algo desfavorable, hay que entender que el verdadero propósito del tratado no es solo una cuestión comercial, sino que tiene como objetivo último garantizar la preservación y la hegemonía del dólar.
La única manera de mantener el control financiero global es consolidando un mercado interno fuerte, y el T-MEC es el vehículo ideal para lograrlo. Es un error confundir los gestos políticos con la estructura real del poder económico. Sin duda alguna —y más teniendo en consideración los últimos acontecimientos— el tratado cambiará y se reformulará con nuevas reglas, pero lo que es un hecho es que, pase lo que pase, no desaparecerá.
En este nuevo orden, las instrucciones de Estados Unidos son directas e innegociables. Los cárteles de la droga serán catalogados como organizaciones terroristas. La fiscal general, Pam Bondi, ha recibido la orden directa por parte de Donald Trump de erradicar estas organizaciones delictivas a cualquier costo. Todo esto, aunado a la presencia militar estadounidense en la región, que está aumentando y lo seguirá haciendo significativamente en los próximos meses y años. Dudo que —tan siquiera no de manera oficial— los estadounidenses lleguen al punto de hacer incursiones directas en el espacio aéreo ni en las aguas territoriales de México. Pero lo que es un hecho es que estarán lo suficientemente cerca para vigilar y monitorear sin restricción de ningún tipo.
En estos tiempos nuevos y en este deseo aparentemente insaciable por volver a ser un imperio, para Donald Trump primero está asegurar el botín de la seguridad. Luego, y solo luego, se podrá renegociar la relación socioeconómica bilateral. Mientras tanto, solo queda esperar y ver cuál será la siguiente amenaza en forma de concesión.