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Cuando tu único trabajo es abrazar

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Cuando lo conocí, había pasado por dos controles, así que había enseñado mi identificación dos veces y esperado también dos veces a que la enfermera de guardia me dejara pasar. Resulta que a veces desaparecen los bebés de la unidad neonatal.Estaba allí en mi primer turno como voluntaria “abrazadora de bebés”, que somos un tipo de personal de hospital bastante extraño. Menos que una nodriza, más que un objeto de consuelo, nuestro único trabajo consiste en sentarnos en una mecedora y cargar en brazos al bebé de unos desconocidos del lado izquierdo de nuestro pecho —del lado del corazón— para compartir con el diminuto ser la banda sonora mamífera de ese latido: estoy aquí; estás aquí. Solo eso, nada más.Cuando oí hablar de la creciente necesidad de voluntarios, pensé: “Yo puedo hacer eso, algo tan sencillo”. Sin embargo, durante semanas ignoré la solicitud que había dejado aventada sobre mi escritorio.Porque no me gustan los hospitales. Porque hace décadas, en los tres últimos años de la vida de mi joven marido, lo ingresaron 33 veces y, en cierto modo, a mí también. Porque te drena el alma sentarte en una silla en una sala de espera antiséptica, esperando un final más feliz. Porque, al final, lo único que podía ofrecerle era un trozo de hielo, apretar su mano.Tras su muerte, me sentí destrozada, impotente y cínica respecto al valor de los pequeños actos ante necesidades profundas. Aun así, no podía deshacerme de la idea de abrazar. Mis propios hijos eran ahora adultos jóvenes, y echaba de menos el perfume de los bebés y su peso en mis brazos. Buscaba un trabajo voluntario, una forma de ser útil en este mundo desastroso. Además, un trozo de mi corazón seguía atrincherado; para entonces había vivido casi el doble que mi marido, y sentía un impulso de expiación, tal vez por mi buena fortuna en comparación con su triste destino.Así que completé la verificación de antecedentes en el hospital. Me capacité con el jefe del equipo de cuidados especiales. Esperé seis meses a que me dieran un lugar. Y por fin llegó el día.Cuando entré en la unidad neonatal, me recibió un lamento disonante de pitidos y zumbidos, el ruido de los motores que mecían las camitas. Pronto aprendería que los días en ese pabellón se miden en tomas, cambios de suero y visitas del médico.Los bebés que estaban allí eran muy vulnerables en muchos sentidos, como los prematuros que necesitaban tiempo para subir de peso y fortalecerse. En las pizarras blancas había mensajes de las enfermeras como: “El trabajo de hoy: comer, dormir, crecer”. Pegados encima de las camas había dibujos hechos con crayones por los hermanos o los nombres de uno o dos padres.Había bebés enfermos con problemas en alguna parte del cuerpo esperando a que los operaran para arreglarles una hernia o cerrarles un agujero en el corazón.Y luego estaban los bebés que habían perdido la lotería de la suerte, con problemas fuera de las capacidades de enfermeras y médicos.Me dijeron dónde estaba la cuna del bebé que me habían asignado. Afuera de la ventana, el río Charles de Boston reflejaba el cielo gris. El bebito también era gris, pero como estaba envuelto en una manta de hospital, solo podía ver su cara delgada y sus dedos enroscados. Un tubo de plástico transparente, no mucho más grueso que un cabello, estaba pegado a una de sus manos y serpenteaba bajo la envoltura.Su pizarra estaba casi en blanco; solo tenía su enfermera asignada, su nombre y su fecha de nacimiento. Ningún nombre de madre o padre, ningún dibujo infantil celebrando su llegada. Era como un hombre misterioso. Las leyes que regulan la privacidad de la información médica impedían que las enfermeras compartieran su historia y que yo preguntara.Lo único que me dijeron las enfermeras es que era un bebé agitado, difícil de calmar. No pude conocer su historia sino hasta varias visitas después.Nos merecíamosAunque se supone que los abrazadores no deben tener favoritos, me fui directo hacia a él cuando llegué a mi siguiente turno. Seguía pálido, inquieto. La enfermera me lo puso en el regazo y contuve la respiración. Al ajustar mi posición para equilibrar mejor su peso, recordé cuando cargaba a mis propios bebés. Al principio, me sentí como una farsante, consolando a un niño que era un extraño para mí, al igual que yo para él. Pero cuando empezó a calmarse, yo también lo hice. Tomé la determinación de tenerlo en brazos todo el tiempo que me dejaran.Aquel día lo mecí durante tres horas. Me dolía el hombro izquierdo, se me entumeció el brazo, pero no lo soltaba, pues él y yo teníamos trabajo que hacer, confianza que generar. Me sentaría con él sin distracciones. Sería paciente si él lo era. Nos meceríamos juntos para ver si nuestra pequeña conexión podía serle útil.En mi tercer turno, él y yo ya habíamos encontrado nuestro ritmo. Nos sentamos. Respiramos. Intentamos confiar en las pequeñas cosas. Entonces, a última hora del día, mientras lo mecía, una enfermera le inyectó morfina y otros narcóticos por la vía intravenosa, aquel tubo que serpenteaba hasta la bolsa que colgaba como una vejiga sobre su cuna. No eran los medicamentos habituales para un bebé. Bajó la mirada para observarlo y frunció el ceño.“Es un bebé con síndrome de abstinencia”, susurró, rompiendo las normas de confidencialidad del hospital y mi corazón.El coctel que le inyectaron significaba que había estado expuesto a drogas en el útero. Durante esos primeros meses de vida, sufrió un síndrome de abstinencia activo. El equipo dosificaba los narcóticos recetados para mantener un nivel umbral en su organismo mientras iban disminuyendo lentamente las drogas.Antes de respirar por primera vez, ese niño pálido ya tenía dos puntos en contra: estaba inmerso en el largo proceso del síndrome de abstinencia y estaba solo en el mundo. La esperanza que yo había intentado alimentar se desplomó como un globo pinchado. ¿Había algo que el personal de enfermería, tan comprometido, y yo pudiéramos hacer para atender las necesidades reales de este niño abandonado? Como mi difunto marido, ese bebé estaba perdiendo la ruleta rusa de la vida.En la unidad de neonatos, los abrazadores de bebés hacíamos turnos de tres horas. A lo largo de una semana, éramos una docena circulando por el pabellón de dos en dos. Nos turnábamos para abrazar a los distintos bebés con sus distintas historias. Éramos una extraña hermandad con zapatos de suela de goma y chaquetas rosas: jóvenes y mayores, negros y blancos, sin hijos y con hijos, estudiantes de medicina, personas dedicadas al hogar y ejecutivos. Estábamos ahí por nuestras propias razones: por los niños que queríamos o por los que habíamos perdido, para retribuir, quizá para recuperar la confianza en el poder de las pequeñas dádivas o para curar una herida de hacía mucho tiempo.Durante las muchas semanas que pasó en el hospital, el pequeño se volvió más fuerte. Su color mejoró. Se veía más cómodo, más tranquilo. Pero, a pesar de todas las intervenciones médicas, seguía siendo un niño solo en el mundo, y todo lo que yo le había proporcionado eran unas cuantas horas de contacto humano. Una gota en su cubeta sin fondo. Aun así, cada vez que nos sentábamos juntos, intentaba mandarle señales de cariño, deseando que recibiera el mensaje.Una de las últimas veces que lo abracé, llegó un joven a mitad de mi turno con un banjo colgando del hombro. La enfermera le había recetado música, uno de los tratamientos médicos más tiernos con los que me había encontrado. El hombre le cantó canciones de cuna y melodías graciosas. Aunque el bebé no respondía, él seguía tocando, creyendo en el poder de su música para calmar y nutrir. Tenía fe en las piezas que le cantaba a ese niño silencioso que no aplaudía ni sonreía.Al igual que el personal de enfermería, el músico con banjo era implacable en su buen ánimo; la música era tan dulce y el bebé parecía tan tranquilo, que una vez más me rendí ante mi propio optimismo. Confiaría en que la música fuera un bálsamo. Mecer a ese niño semana tras semana había ablandado un espacio roto en mí; yo pretendía ayudarlo, pero él me estaba curando a mí.Después de un breve viaje, volví al hospital y descubrí que el bebé ya no estaba ahí. Sentí que me sacaban el aire de un golpe. ¿Qué le ocurre a un niño como él cuando lo dan de alta? ¿Adónde va? Ahora estaba “en el sistema”, me dijo una enfermera, al cuidado de una familia de acogida. Esperaba que estuviera bien.Abrazar a un bebé de padres desconocidos es un acto muy pequeño. Nunca sabré cuánto lo ayudamos nosotros, los abrazadores. Tras meses en el pabellón, confiaba más en el poder de los actos más pequeños: una palabra amable, un roce suave. Un trozo de hielo para un joven moribundo, el consuelo de mecer a un niño, el latido sanador de un corazón.