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Los efectos del abandono, por Jorge Bruce

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Cuando estudiaba psicología en la PUCP, uno de los conceptos que más me marcó fue el de “hospitalismo”,acuñado por René Spitz a inicios del siglo XX. Se trata de lo que sufren niños huérfanos criados en hospitales u orfanatos, donde reciben cuidados materiales, pero no emocionales. Esto acarrea una serie de perjuicios en su desarrollo tales como apatía, falta de interés en el entorno, dificultades para relacionarse, propensión a enfermarse, incluso muerte. Hace poco recordé esta lección pedaleando en mi bicicleta, como todos los días, en dirección a mi consultorio.

Lo que me hizo recordarla fue algo que observo a diario en las reacciones de las personas que me rodean en la calle, en particular en el cruce de dos avenidas importantes, en donde el tráfico es regulado por un semáforo. Los habitantes de Lima sabemos de sobra que la luz roja es una sugerencia y que, por lo tanto, cruzar apenas cambia la luz es una decisión de alto riesgo. Como me dijo una amiga, hay que tomarse un café antes de cruzar. Pero esto no era lo que me trajo a la memoria esta clase que nunca olvidé. Fue el observar las expresiones de los transeúntes, ciclistas o peatones, ante esta situación familiar en las calles de la capital, en donde los vehículos, de dos o cuatro ruedas, entienden que la luz roja significa que deben acelerar para no tener que esperar el siguiente cambio del semáforo.

Dicha expresión era de indiferencia, apatía, resignación o desinterés. Como si no les concerniera. Entiendo muy bien que no tiene sentido hacer otra cosa, pues las calles de la ciudad son el reflejo de lo que está sucediendo en nuestra sociedad. Estamos en situación de abandono y, ante las amenazas de robo, extorsión o asesinato, el caos vehicular resulta un problema de menor cuantía. Entonces me cayó la ficha: estos son los efectos de sentirse abandonados. Cada vez que el Ministro del Interior sale en algún medio de comunicación a decir que han capturado a una banda de extorsionadores, nadie le cree. Por el contrario, ya se sabe que esta falsedad es tan burda que se culpa a personas inocentes, como hace poco ocurrió con un sereno y un empresario. Cada vez que la Presidenta del país -últimamente esto ocurre con mayor frecuencia, lo que hace suponer que sus patrones del Congreso se lo han ordenado- afirma que el Perú está mejor que nunca, su desaprobación no aumenta porque no se puede medir por debajo de cero.

Si alguna encuesta se preocupara por medir el índice de percepción de abandono de los peruanos, presiento que el resultado se dispararía hacia arriba. Entonces observo con mayor detenimiento los rostros de la gente en la calle, o en los atroces transportes públicos que pasan a gran velocidad cuando el semáforo está en rojo. Lo que detecto es sentimientos de soledad, miedo, tristeza y desesperanza. Desde el Gobierno de Castillo hasta hoy, los peruanos vivimos en una situación de precariedad emocional creciente. Las nuevas generaciones -si es que no han logrado huir del país, lo que hoy se hace más difícil que nunca- tendrán graves dificultades de gestión de sus emociones y afectos.

Esto ya se observa hoy. De la apatía general se pasa a la violencia con una aceleración fulgurante. Esa combinación de dolor y rabia es como la dinamita y el anfo. Esta alusión a los métodos terroristas de Sendero no es casual. La gente vive aterrorizada porque saben que nadie los va a defender o proteger. La policía eficiente que alguna vez tuvimos, está siendo minuciosamente desmantelada para proteger los intereses de las mafias que nos gobiernan. ¿Se imaginan lo que pasa por la mente de un policía capaz y competente en estos días? Lo peor que puede hacer es demostrarlo porque eso lo convierte automáticamente en enemigo del régimen. Por eso ignoran los reclamos de la gente desamparada, en espera de las órdenes de quienes los necesitan para que protejan sus actos corruptos.

De ahí que las relaciones entre las personas de la calle sean cada vez menos solidarias, cada vez más agresivas e impulsivas, cada vez menos respetuosas de las normas de convivencia. Lo que estamos viviendo es la minuciosa destrucción de las reglas que nos permiten interactuar en función del bien común. Por eso los noticieros matutinos están infestados de noticias acerca de la proliferación de actos regidos por la ley del más fuerte.

Soy consciente de lo deprimente que todo esto suena. Lo hago porque estoy persuadido de que la única manera de salir de esta involución social acentuada, es siguiendo lo que aprendí en mis estudios de psicoanálisis: solo elaborando lo traumático se puede salir de su influjo patológico. Si trasladamos esta técnica individual al ámbito social, tendremos que encontrar las maneras de luchar para poder efectuar este trabajo de procesamiento y transformación.

Esto implica también un trabajo de memoria con la finalidad de evitar la repetición compulsiva. No es casualidad que hayan descabezado el LUM para poder ponerlo al servicio de sus intereses. Una población sin capacidad de pensamiento crítico, sin memoria de sus tragedias, es la masa manipulable con la que sueñan los asaltantes de nuestro Estado.

Pero no nos equivoquemos. Esto también significa que nos tienen miedo. Por eso la inquina hacia todo lo que signifique actos de resistencia genuina (no esa bazofia fascista que se dedica a hostilizar a periodistas independientes). Es cierto: estamos abandonados por un régimen dedicado a esquilmar el patrimonio nacional, tanto material como espiritual. Vuelvo a insistir en la necesidad de que las élites económicas e intelectuales asuman su responsabilidad. Pueden comenzar por una pregunta muy sencilla: ¿Este es el país que quieren para sus familias?