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Delirios presidenciales y displicencia ciudadana, por Omar Cairo Roldán

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En su discurso ante el Foro Económico Mundial de Davos, Javier Milei afirmó que la nueva Argentina, luego de haber “estado infectada de socialismo por demasiado tiempo”, ya empezó a abrazar las “ideas de la libertad”. Dijo también que, entre sus compañeros en la pelea por estas ideas, había encontrado a “Donald Trump en Estados Unidos”.

Las “ideas de la libertad” se resumen en “la defensa de la vida, la libertad y la propiedad privada”, explicó Milei. Sostuvo además que, a causa del “virus mental de la ideología woke”, desde estos tres derechos negativos se ha pasado a una cantidad artificialmente infinita de derechos positivos. “Primero fue la educación, luego la vivienda y, a partir de allí, cosas irrisorias como el acceso a Internet, la televisación del fútbol, el teatro, los tratamientos estéticos y un sinfín de deseos que se transformaron en derechos humanos fundamentales”, arguyó el gobernante argentino. Para realizar esta extensión se ha utilizado a “la siniestra, injusta y aberrante idea de la justicia social”, denunció.

Sin embargo, la justicia social no es una idea implantada por el “wokismo” en Argentina. Por el contrario, es una de las finalidades de la legislación. Así lo establece el artículo 75 inciso 19 de la Constitución de este país, que Milei juró cumplir y hacer cumplir. Según este precepto constitucional, aprobado en 1994 – cuando la “ideología woke” ni siquiera existía –, corresponde al Congreso proveer lo conducente al progreso económico “con justicia social”, y sancionar leyes que garanticen los principios de “gratuidad y equidad de la educación pública estatal”. La misma Constitución (artículo 14 bis, aprobado en 1957) reconoce el derecho a una vivienda digna.

En noviembre pasado, mientras su política económica y social agraviaba los derechos constitucionales a la salud y a la educación de millones de argentinos, Javier Milei celebraba el triunfo electoral de Donald Trump bailando públicamente una canción del grupo “Village People” en suelo norteamericano. Poco después, a pesar de esta desmesurada muestra de entusiasmo, el flamante presidente de Estados Unidos declaró: “No necesitamos a América Latina”.

En Davos también se escuchó a la presidenta del Perú. En el Segmento de Alto Nivel del Foro Económico Mundial, afirmó que nuestro país ha recuperado su tranquilidad política económica y social. También dijo que podemos convertirnos en “una potencia mundial, como lo es Estados Unidos, como es China, como es Japón”.

La desconexión con la realidad de estas declaraciones presidenciales difícilmente podía ser mayor. Mientras el Congreso y el gobierno, a causa de su sólido desprestigio, continúen siendo rechazados por casi el 90% de los peruanos, la tranquilidad política seguirá siendo inalcanzable en el Perú. Por otra parte, esta debilidad institucional, el desborde de la inseguridad interna y la miserable situación en que se encuentran los servicios públicos (educación y salud, por ejemplo) colocan en el terreno del desvarío a la pretensión de que nuestro país se convierta en un coloso universal.

La finalidad principal de la democracia constitucional es la protección de los derechos de las personas reconocidos en las constituciones. Ningún objetivo (económico, militar o de cualquier otra índole) puede subordinarlos. Sin embargo, este sistema solo subsiste cuando las personas, en ejercicio de esos derechos, participan en el proceso político a través del voto, de la información y de la crítica. Sin esta participación, nuestros gobernantes seguirán divulgando “realidades” inexistentes, y quienes aspiren a sucederlos sentirán que, para convocar multitudes, es suficiente aparecer al costado de un “streamer”. La displicencia ciudadana siempre acaba con la democracia o la convierte en un aparato puramente formal, sin sustancia ni contenido. Hoy, cuando en el Perú falta poco más de un año para las elecciones presidenciales y parlamentarias, no debemos olvidarlo