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Sorolla y la tradición

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Abc.es 
Durante mucho tiempo se ha contemplado a Sorolla con condescendencia, incluso, con un punto de desdén. ¿A qué especie, a qué concepto se acudía para decretar que no daba la talla? Según parece, Sorolla no era moderno. Al revés que Picasso o Juan Gris, sobreañadía, a sus dejes museísticos, un imperdonable gusto por el folclorismo y la anécdota. ¿Y bien? La mejor manera de estudiar la cuestión es alargarse hasta la calle Bailén y dedicar hora y media a la antológica con que las Colecciones Reales celebran el centenario del pintor. Se sacan pronto dos conclusiones. Es verdad, primero, que nuestro hombre, ¡qué se le va a hacer!, no fue moderno, al menos de aquella manera. Dos, maldito lo que eso debería importarnos. Vayamos por partes. No sólo no explotó Sorolla los conatos antifigurativos que en sí escondía el impresionismo, sino que se opuso a ellos con tenacidad instintiva. En pintura, la deriva hacia la abstracción se verifica a partir del impresionismo por dos caminos distintos. El primero arranca de Cézanne, atraviesa el cubismo y encuentra en Mondrian a uno de sus representantes canónicos. El segundo tiene su origen en Monet y conduce a Kandinsky, quien creyó notar, al echar el ojo a uno de los almiares de Monet, cómo se imprimía en su retina una imagen arrebatadora y a la par indescifrable. Corría el año 1896. Existen razones para no atribuir al relato de Kandinsky mayor fiabilidad que a las declamaciones de la teósofa Blavatsky, su mentora, puesto que la primera pieza oficialmente abstracta de Kandinsky data de 1910. Ello dicho, no resulta arduo entender lo ocurrido en pintura entre finales del XIX y principios del XX. Podría resumirse así: el objeto (una flor, un pajar, un rostro) pierde preeminencia, aunque no desaparece como principio organizador de nuestras sensaciones. Por ejemplo: en 'Manzano en flor', de 1912, Mondrian se basa todavía en un motivo residual para estructurar el cuadro. La alianza imperfecta de los nuevos artistas con la figuración duró un instante. Pocos años después, en su etapa neoplasticista, la de los rectángulos yuxtapuestos, Mondrian ingresa en la abstracción pura y, simultáneamente, la tediosa reiteración. Y es que la eliminación del motivo reduce la capacidad del ojo para combinar formas y colores al tiempo que recorta dramáticamente el poder de evocación del arte. De modo fatal, la pintura abstracta termina desembocando en la decoración, en la acepción que esta palabra recibe entre los interioristas. Sorolla es todo lo contrario de un decorador. Es un narrador. Su fuerte es el movimiento, y para que haya movimiento, algo tiene que moverse. 'Algo', por supuesto, se refiere a un ítem de nuestro entorno material: un ser humano, un buey tirando de una nao pescadora, una vela al hincharse por el impulso del viento, el rompiente del mar en la orilla de una playa. Ahí Sorolla es exacto, con frecuencia, magnífico. Pasma, por cierto, hasta qué punto se vale de la fotografía para multiplicar el mundo en un lienzo… sin renunciar al inventario de tipos y posturas que proporciona la tradición museal. Hablo, sin ir más lejos, de 'Corriendo por la playa', una tela de 1908. La inspiración fotográfica de los tres niños veloces no admite duda. Pero la obra está transida por una coherencia escenográfica. La niña puntera, al volver la cabeza y extender hacia atrás el brazo diestro, imprime al conjunto una unidad claramente endeudada con la pintura coral de ambiente religioso o guerrero. En 'Instantánea. Biarritz', la fotografía impone sus leyes de modo más directo. Las tres figuras, una en primer plano, las otras dos, muy pequeñas, detrás y a la izquierda, reproducen las violentas relaciones espaciales provocadas por la angulación oblicua de una cámara virtual. Ello no impide en absoluto que el espacio sea legible en clave realista. Ahí tenemos, propincua, a una dama que, sentada en la arena, sostiene entre las manos una Kodak de bolsillo. Más allá avistamos a dos mujeres cuya ejecución sumarísima se explica, no por una voluntad de desafiar la forma, sino por el hecho de que han sido llevadas al cuadro con el solo propósito de sugerir una sensación de profundidad. Estos equilibrios se vienen abajo cuando Sorolla roza el informalismo. Dos botones de muestra. En 'Clotilde en la cala de San Vicente', las texturas matéricas del fondo y la supresión de la perspectiva bloquean una rendición verista del conjunto. A la vez la silueta de Clotilde, la que centra el lienzo, se proyecta hacia delante como pidiendo sitio, espacio vital. Un espacio que, justamente, el fondo le niega. La composición, en conjunto, resulta poco coherente. El segundo ejemplo nos viene dado por 'La siesta', procedente, como el cuadro anterior y muchos otros en esta antológica, del Museo Sorolla de Madrid. El lienzo carece de ilación interna: las figuras yacentes de las mujeres se superponen a una superficie (un prado) que no se adivina muy bien qué es, si una textura de vocación abstracta o un mero soporte. En realidad, es las dos cosas a un tiempo, pero como tampoco llega a ser ninguna de las dos hasta el final, el espectador ha de resignarse a una incómoda incertidumbre. Especialmente desaforado es el galimatías de líneas y materia de la esquina inferior izquierda. ¿Cómo relacionarlo con las durmientes? No hay modo. En una pintura no figurativa, eso no nos habría inquietado o, mejor, ni siquiera nos habríamos formulado la pregunta. Pero este Sorolla no ha renunciado a la figuración . Y entonces la pregunta resulta tan inevitable como imposible de contestar. El pintor es enteramente él, se expande con naturalidad, casi con euforia, en 'Después del baño. La bata rosa', donde una mujer de piel blanca y cabello endrino suspende los brazos con majestad estatuaria mientras otra mujer le ajusta un tirante en el hombro izquierdo. La mejilla de la joven, el obscuro cabello al apretarse contra su nuca, recuerdan a los de Aracne, según fue efigiada por Velázquez en 'Las hilanderas'. Pero el cuadro se pintó en 1916, cuando ya se bailaba el fox-trot en América. ¿Extemporáneo? ¿Rancio? Estos melindres suscitan ahora en nosotros una gigantesca fatiga. Después de la trayectoria desfalleciente recorrida por el arte durante los cien años siguientes, nos sentimos con derecho a exclamar, emulando al capitán Haddock en las tiras de Tintín: «¡Deje usted que me ría!»