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La expulsión de los jesuitas

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Fue un despliegue de fuerzas no visto antes. Eran las diez de la noche del 14 de junio de 1767 y tropas de los regimientos de Lisboa y de Dragones rodeaban el edificio del colegio de San Ignacio, adosado a la catedral, y el alcaide del Morro mantenía cargados y asestados los cañones de la fortaleza contra dicha instalación, mientras que el Sargento Mayor de la plaza recorría las calles habaneras ordenando a los noctámbulos que se recogieran cuanto antes. La cosa era grave. El capitán general Antonio María de Bucareli y Urzúa, caballero de la Orden de San Juan y Teniente General de los Reales Ejércitos, acompañaba al Sargento Mayor, y, entre otros, formaban parte del grupo el Teniente Rey, coroneles de los regimientos de Ingenieros y Dragones, el Correo Mayor, el Secretario del Gobierno, el escribano de Guerra…

Correos especiales llegaron a Cuba, exactamente un mes antes, con órdenes de premura y reserva. Los pliegos que las contenían ocupaban cuatro cajones consignados al Correo Mayor para que los trasladara al Capitán General. Todos traían estampados el sello del Conde de Aranda, presidente del Gobierno, y confirmados con órdenes de puño y letra del Marqués de Grimaldi, ministro de Estado y superintendente general de Postas y Correos.

No se sabía qué decían los papeles ni cuáles serían sus disposiciones, pero el capitán del buque que los trajo comentó que, sin saber por qué, vino lleno de cuidados y que en la Coruña se discurría que fuesen «cosas de guerra». Se filtraba, por otra parte, que comunicaciones similares atravesaron los territorios de la monarquía y pasaron por Rusia y China para llegar a las posesiones del Pacífico y desde la Coruña llegaron a Santo Domingo, Puerto Rico, a los virreinatos de Nueva España, el Perú, Buenos Aires, Nueva Granada, a la Presidencia de Quito…

Venían dichos papeles en tres grandes sobres que debían abrirse de manera escalonada. Bucareli, con suma discreción, recibió su envío y rasgó el primer sobre. Leyó: «No abriréis este pliego, bajo pena de muerte, hasta el 14 de junio de 1767». Su preocupación aumentó lejos de amainar, y nada respondió a los que inquirían sobre lo leído. Impenetrable en el secreto, se limitó a recorrer a grandes trancos su despacho.

El 14 de junio, a las doce de la noche, estaban tomadas por la tropa todas las vías que conducían al colegio de San Ignacio, y se prevenía cualquier intento de escape que buscara la bahía. A las doce y treinta el Sargento Mayor de la plaza, en nombre del Gobernador, llamaba a la puerta del colegio y fue a la tercera llamada que se le franqueó el edificio ocupado en esos momentos por 13 sacerdotes jesuitas, dos de ellos ausentes, un hermano escolar enfermo y dos hermanos coadjutores. El objetivo del allanamiento era el de expulsarlos de la Isla, medida que entraba en vigor asimismo en todos los dominios españoles.

A mayor gloria de Dios

La Compañía de Jesús es una orden de clérigos regulares fundada por San Ignacio de Loyola en 1534 y aprobada por el Papa seis años más tarde. Tiene un lema: «Ad majorem Dei gloriam», esto es «A mayor gloria de Dios». Sus integrantes se distribuyen en cuatro grados (profesos, coadjutores, escolásticos y novicios) y su superior, electo, recibe el título de general. Tienen señalada preminencia en el campo de la educación católica y están distribuidos en todo el mundo, repartidos en 32 provincias, cada una bajo la dirección de un provincial.

Su historia ha sido rica en vicisitudes, y en algunos países han sido reprimidos y expulsados bajo la sospecha de que se dedicaban a intrigas políticas. De Portugal fueron obligados a salir en 1759, y de Francia, en 1764. Carlos III firmó el 27 de febrero de 1767 el Real Decreto que disponía la expulsión de los jesuitas, y dictó en abril del mismo año la pragmática sanción que establecía el pago de una pensión vitalicia a los sacerdotes expulsados; documentos que, ya se dijo, llegaron a La Habana en el mes de mayo.

Carlos III y sus ministros vieron en las regalías y privilegios de la Iglesia una usurpación de las prerrogativas reales. Buscó y encontró el monarca la forma de disminuir su poder e influencia y, con ellas, sus rentas, calculadas en la tercera parte de los bienes raíces del reino. Se imponía aumentar el monto del tesoro real, exangüe por la guerra, y aunque no se confesara, ese era el verdadero fin del enfrentamiento con la Iglesia. Tal propósito, como es de suponer, incomodó a las comunidades religiosas que, directa o indirectamente, conspiraban contra un monarca hostil a sus intereses, hasta entonces intocables.

Hubo un movimiento subterráneo de críticas a la monarquía. Comentarios depresivos para la dignidad real y llegó a decirse, en frase atribuida a los jesuitas, que Carlos III daba la talla como alcalde de barrio, pero nunca como rey, mientras que el General de la Orden, en Roma, hablaba de documentos fehacientes que probaban que el monarca era un hijo adulterino. Se atribuían a la Compañía intenciones regicidas y, para su mala suerte, se le responsabilizó con el motín de Esquilache, que provocó la fuga de la familia real a Aranjuez.

En cuanto a su expulsión de la Isla, especialistas aseguran que obedeció a la vasta riqueza de la Orden, su autonomía e influencia en las oligarquías criollas, su ascendencia en la Iglesia, sus contradicciones con el clero secular y su doctrina antimonárquica.

Los primeros jesuitas llegaron a Cuba en agosto de 1566. Continuaron viaje hacia la Florida, con propósitos evangelizadores. Eran tres religiosos y dos de ellos –uno murió– regresaron a La Habana tres meses después para volver de nuevo a la Florida a fin de cumplir su cometido.

Esta es la que se considera la primera etapa de los jesuitas en Cuba. Habrá una segunda etapa en el segundo tercio del siglo XVII, en la que gestionan la fundación de su colegio y ayudan a los dominicos en su labor en la Universidad de San Jerónimo. El obispo Compostela, que llega a La Habana en 1687 pide al superior de los jesuitas que la Orden establezca su colegio en la ciudad. No hay dinero para tal empeño y Compostela, de su bolsillo, compra el terreno donde se edificará, con tablas y techo de guano, una ermita consagrada a San Ignacio de Loyola. De México llegan los sacerdotes que atenderán el humilde templo y misionarán por toda la Isla.

Un sacerdote cubano hace, en 1720, una cuantiosa donación para la construcción del colegio. En 1741 explota en la bahía habanera el navío Invencible que ocasiona grandes daños en la Parroquial Mayor, lo que obliga al traslado de sus vasos sagrados al oratorio de San Ignacio, terminado ya por los jesuitas, al igual que su convento, y que se erigen en el mismo predio que ocuparía la catedral.

Expulsados y confiscadas sus temporalidades, el antiguo seminario de San Ambrosio se instaló en el edificio que los jesuitas habían construido para su colegio.

El rector del colegio recibe a Bucareli a mitad de la escalera y se dirigen a la sala rectoral. Los sacerdotes, severamente vigilados, van saliendo de sus celdas, que quedan custodiadas, cada una de ellas, por dos oficiales. El Capitán General se pone el tricornio y a la luz de dos velas que porta el secretario del Gobierno, lee la orden de expulsión. Pregunta enseguida cuántos sacerdotes están fuera. Dos, responde el rector, uno en Santiago y otro en Bayamo, y allí mismo expide órdenes para su regreso y despacha con ellas un correo.

Todos los papeles de la Compañía, incluidos las cartas personales, son recogidos, empaquetados y sellados por el propio Capitán General. Solo se permite a cada sacerdote conservar su libro de rezos, el tabaco y el chocolate. Treinta y seis horas permanecen bajo vigilancia en el colegio hasta que en seis coches se les traslada al puerto para que aborden la fragata de guerra que los conducirá a Cádiz.

El inventario de los bienes de la Compañía en la Isla arrojó un monto de 466 418 pesos con 74 centavos, sin contar su prestigioso colegio y cuantiosas extensiones de tierra en Vuelta Abajo.  La Habana fue punto de concentración de los jesuitas que llegaban desde otras regiones del continente, lo que se extendió hasta 1769. Por así disponerlo la pragmática sanción, cada sacerdote recibiría una pensión vitalicia de cien pesos. Para compensar al vecindario de la pérdida que podría representar el cierre del colegio, Bucareli dispuso que con dineros de la Compañía se costease en la Universidad una cátedra de Medicina y otras dos de Derecho.

Fuentes: Textos de Álvaro de la Iglesia, Ramiro Guerra, Conde de San Juan de Jaruco y José Luis Sáez.