Cine venezolano como marca en extinción
En una época remota, criticar al cine venezolano era la norma, la tendencia y la constante de publicaciones profesionales, donde se pagaba por texto en revistas de la talla de Cine al día y Encuadre.
Hoy con la llegada de la inteligencia artificial y la imposición de una censura bárbara a escala nacional, se escribe poco sobre las problemáticas de la plataforma criolla, so pena de sufrir hasta represalias, exclusiones y consecuencias, en un territorio donde existen unas leyes leoninas de control de la opinión.
Por igual, los números hablan de la progresiva pérdida de impacto de las películas nacionales, después de un 2023 de aparente recuperación, amén de los éxitos de Simón y La chica del alquiler.
El año pasado, todos los estrenos de cine venezolano hicieron menos dinero y tickets que la ópera prima de Diego Vicentini, por poner un ejemplo.
En 2024, volvimos a un patrón, que se creía superado, de congelamiento de certificados en el CNAC, en un estado de miedo y persecución política, de listas negras y macartismo, de centralización e intoxicación de propaganda audiovisual, a merced de los criterios dogmáticos y maniqueos de una elección, según el relato oficial.
Por eso, las cifras descienden en la taquilla, bajo la sospecha del espectador de ver un cine tímido, digitado y directamente proselitista, como el caso de la película Alí, cuya campaña fue impulsada por todos los medios y canales del Estado, para crear una burbuja y potenciar el fondo de las narrativas binarias del progresismo endógeno, con una de aquellas biografías mesiánicas de un líder populista, tan del gusto de los policías del pensamiento polarizado.
Por fortuna, se pudieron ver documentales de investigación, con talante crítico, dentro y fuera de la nación.
Es así como destacamos el lanzamiento de Niños de Las Brisas, el mejor largometraje proyectado en salas, para la oferta venezolana, seguido por Intemperie y Visceral.
Tres formas de resistencia a través del bajo presupuesto y la profundidad experimental, ante un desierto de banalidades, de condescendencias y de intrascendencias comunales, infladas por una prensa de influencers truchos.
Volvió el tormento de una dieta pobre de bodrios de la peor televisión, de un amateurismo subindustrial incapaz de concitar y despertar el mínimo interés del público, a no ser como un ejemplo del “tan malo que es bueno”.
Pero ni siquiera.
De tal modo, la demagogia en la programación, y un falso criterio de inclusión de lo precario que conviene al poder para confundir y distraer a las masas, han generado la intromisión de un nuevo cine venezolano de espejitos costumbristas e inocencias postcoloniales, como de la época del gomecismo, de los trabajos de encargo de Pérez Jiménez, pero sin la fuerza poética y la paleta de otrora, solo quedándose con el esqueleto de un diseño chauvinista que busca el consenso en la saturación de estampas kitsch y cringe de los símbolos patrios, de una ruralidad antimoderna, de una explotación del gentilicio en crisis.
De ahí que nos preguntemos si el cine venezolano, como categoría o concepto de mercadeo, ha cumplido su ciclo, y mejor encararse desde otras estrategias de enunciación.
Por supuesto, no se trata de renunciar al desarrollo de una identidad propia, que ha tenido sus momentos de gloria y éxtasis en las décadas del boom(años setenta, ochenta y los primeros dos mil).
Actualmente, de hecho, se extraña la garra de otrora, tanto en la creación como en la recepción crítica de las obras, si consideramos la abierta extensión de un reseñismo que busca más la gratificación que el análisis, producto de unas circunstancias adversas para el oficio, que hacen que la publicidad se entronice, confundiéndose con el periodismo hasta desactivar sus raíces de monitoreo real, disenso y propuesta de debate.
Incluso, asistimos a un acristalamiento del gremio, que no acepta críticas, que las encaja dentro de un discurso de victimización, que las instrumentaliza como mala publicidad.
Hay que aprender de los directores como Chalbaud y Benacerraf, que no solo aceptaban críticas, sino que las recibían con orgullo y normalidad.
En tal sentido, Luis Alberto Lamata es un referente en cuanto a saber lidiar con las críticas, entablar un diálogo con ellas y tomarlas en su contexto, sin armar un drama de ofendido.
Aparte, se teme la cancelación e incluso la amenaza de un sector que se ha malandrizado.
En cualquier caso, la categoría del cine venezolano está en crisis, merece revisión con lupa y exige que la tomemos con pinza, debido a la cantidad de venezolanos que abandonaron el país, por razones de fuerza mayor.
Se cansaron de la burocracia, de la hostilidad, de la falta de empleo, de la olla de cangrejos, del feudalismo, de los caciques y caudillos, de los que se agarran del cine venezolano, para vender humo, escalar y concentrar poder, en función de una clientela servicial, rosquera y adulante.
Hay gente que se cree dueña del cine venezolano, que lo fosiliza con su red de una serie de alcabalas gremiales que desean el reparto de la torta, que imponen su cerrojo para reinar, como una suerte de seccional de un partido.
Es la visión rentista del cine venezolano que nos lleva por una senda de atraso generacional y edadista.
Por ende, se corta la comunicación y la posibilidad de integración, en la medida que se aviva la polarización y el fulano mérito de vaca sagrada, que no es más que un derecho de piso, ganado con la genuflexión de la membresía a un club privado de parásitos de por vida.
Porque el cine venezolano es negocio, pero para unos pocos, rodándose una comedia de enredo y picaresca, sobre una familia que se enchufa, por conveniencia.
Viva el cine venezolano, pero para medrar a costillas de su estructura diezmada, de su catálogo vencido, de su eterno paso de cangrejo.
Para cerrar con una nota de esperanza, parte de lo más interesante que vemos de nuestro cine, procede de la diáspora, porque disfruta de la plena libertad de expresión, entre comillas, y se nutre de los criterios frescos que renuevan a la esfera audiovisual en el extranjero.
Por tanto, los conceptos nacionalistas se diluyen, no se convierten en amarras, en camisas de fuerza, en imperativos, en dogmas, en obligaciones morales y estéticas, dando lugar a un cine venezolano que lo es, más allá de su conformidad con un ideario nacional que se transfiguró y transmutó, sin el complejo de sentirse transnacionalizado, como antes lo pensaba el canon del buen salvaje del cine venezolano, que se acostaba con la bandera y solo podía hablar de la arepa, del rosario novelesco de las anécdotas nacionales.
Permitan que llegue el cine diverso, el cine transgresor, el cine que se hace con valentía y personalidad, sin que medie presión alguna.
De lo contrario, observaremos la extinción y el regreso de la atomización que padecimos en los noventa, en la etapa de la pandemia.
Hay futuro, siempre y cuando tengamos democracia y ánimo de apertura.
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