Una Fiscalía política
Es una pena contemplar cómo gran parte de las instituciones del Estado pierden su credibilidad como consecuencia de la acción de un Gobierno que ha decidido que todos los poderes públicos tienen que funcionar de acuerdo con su interés político.
Nunca antes vimos a un fiscal general imputado, declarando ante un juez del Tribunal Supremo, porque nunca antes un cargo de tal relieve se prestó a la locura de obedecer al Ejecutivo eludiendo su compromiso con el criterio fundamental que ha de mover la actuación del Ministerio Público: perseguir el delito sin incurrir en él, por encima de cualquier planteamiento partidario o gubernamental, máxime si la orden que le da el poder político puede ser catalogada de delictiva.
No otra cosa se infiere cuando se usan las instituciones para perseguir a un adversario, en este caso la presidenta de la Comunidad de Madrid. Hasta el otrora fiscal general socialista Eligio Hernández se lleva las manos a la cabeza ante el nivel de falta de escrúpulos de un alto cargo que debe saber que no se pueden ni se deben filtrar datos privados de un ciudadano, por muy novio que sea de Isabel Díaz Ayuso, y por mucho que el Gobierno le pida que lo haga, pues eso es presuntamente delictivo. Es decir, estaríamos ante un hipotético caso de revelación de secreto, que es de lo que se acusa a Álvaro García Ortiz.
Con la gravedad añadida de que todos los pasos que está dando el aludido contribuyen a deteriorar aún más la imagen de un organismo cuyo nombre ha de aparecer siempre impoluto ante los ciudadanos, pues no hay nada peor que la desconfianza en las instituciones, que no deben prestarse a manoseo por parte del Gobierno de turno.
O, como mínimo, aparentar que se trabaja para que eso no sea así, cosa que ni tan siquiera en este caso sucede, sino más bien al contrario.
Todos y cada uno de los pasos dados por García Ortiz tienden a cargar de razón a quienes sospechan que no es un fiscal general independiente, sino un fiscal político que ha convertido la institución que dirige en una Fiscalía política.
Una cosa es que le nombre el Gobierno, y otra bien diferente que haga cuanto le pide el Gobierno, peor aún si lo que se le dice, sabe el fiscal general que no lo puede ni debe hacer su institución sin vulnerar el obligatorio compromiso con la neutralidad política.
Su comparecencia ayer, por lo demás, no sirve más que para ahondar en el cúmulo de sospechas que se agolpan para catalogar la actuación de la Fiscalía como estrictamente partidaria. Ahora se ve con claridad hacia dónde quiere llevar el caso García Ortiz.
Al argumentar que no iba a responder a las preguntas del juez Hurtado, por entender que está actuando de manera predeterminada en su contra, está dando pruebas de que quiere llevar el asunto hacia el ámbito de la conculcación de sus derechos fundamentales, protegidos por la Constitución. Con la idea de que, una vez que sea presuntamente juzgado y eventualmente condenado por el Supremo, recurriría al Tribunal Constitucional, un tribunal hoy más político que nunca, que le absolverá de toda culpa, como ya ha hecho con Chávez y Griñán, y hará previsiblemente con Dolores Delgado, la ex fiscal general que ha pedido al Constitucional que reconozca que se vulneraron sus derechos básicos al anularse su nombramiento como fiscal de Sala.
De ahí la insistencia de García Ortiz en denunciar que el registro de su despacho fue «una intromisión ilegítima», que socava las garantías procesales. Y es que don Álvaro Alvarone no da puntada sin hilo. Y Sánchez menos.