Nueva era de fragilidad democrática
El mundo parecía encaminado, aunque tímidamente, hacia la consolidación de la democracia como modelo predominante. Sin embargo, la realidad acaba de recordarnos cuán frágil y excepcional sigue siendo esta forma de gobierno y organización social.
La democracia moderna, cuyo surgimiento se atribuye, en términos generales, a la revolución de las 13 colonias y a los ideales de la Revolución francesa, no es un estado natural de las sociedades humanas. Por el contrario, es un sistema complejo y delicado que requiere el respeto a los derechos humanos como columna vertebral y la acción de una ciudadanía activa que la sostenga frente a amenazas como los proyectos autocráticos y la vulneración de las libertades.
El regreso de Donald Trump al poder en Estados Unidos pone de relieve esta fragilidad. Durante su primer mandato, Trump demostró un desprecio abierto hacia los derechos humanos y los principios democráticos fundamentales: la separación de poderes, la libertad de prensa y el respeto hacia las poblaciones vulnerables o minorías.
Su retorno no solo evidencia fuertes contradicciones en el sistema estadounidense y los valores que propugna, sino también la eficacia de estrategias populistas y autocráticas que capitalizan la polarización, la desinformación y la mentira abierta.
Es alarmante que estas dinámicas estén ocurriendo en una de las democracias más antiguas del mundo, que, además, siempre ha estado lejos de ser ideal.
Human Rights Watch advierte sobre la erosión de los derechos humanos a escala global, un fenómeno estrechamente vinculado al debilitamiento de las democracias.
Los derechos humanos no solo son esenciales para garantizar una vida digna, sino que también constituyen el eje transversal que permite el funcionamiento de las democracias. Sin libertad de expresión, igualdad ante la ley y protección contra la discriminación, las democracias se transforman en simulacros, despojadas de su esencia participativa e inclusiva.
El ascenso de un autócrata en un país de reconocida tradición democrática, y que además es una potencia hegemónica, envía un mensaje preocupante al resto del mundo. Para los regímenes autoritarios y los movimientos populistas, es una validación de que la democracia no es invencible; todo lo contrario. Para las democracias emergentes, es un recordatorio de que el camino hacia la consolidación es más precario de lo que se pensaba. Para los defensores de los derechos humanos, es una evidencia de que su labor es más necesaria que nunca y está lejos de concluir.
Sin embargo, no todo está perdido. La historia demuestra que la democracia ha sobrevivido a crisis profundas gracias a la resistencia de las instituciones y a la movilización de la sociedad civil.
Es imprescindible que las democracias del mundo fortalezcan sus sistemas de control y equilibrio, inviertan en educación cívica y promuevan el respeto a los derechos humanos como una base mínima e irrenunciable. Al mismo tiempo, la comunidad internacional debe redoblar esfuerzos para combatir el autoritarismo y la desinformación, apoyando los movimientos que luchan por la justicia y la igualdad.
La democracia, como excepción histórica, está lejos de ser un sistema garantizado. Requiere una defensa constante y un compromiso inquebrantable con los derechos humanos.
En un mundo marcado por retos globales como el cambio climático, las crisis migratorias y las desigualdades, su fragilidad es también su mayor virtud: nos obliga a reconocer que su valor radica en la capacidad de adaptarse, resistir y renovarse. Pero, para ello, debemos actuar antes de que la sombra del autoritarismo termine por eclipsar su luz.
josedaniel.rodriguez@ucr.ac.cr
José Daniel Rodríguez Arrieta es politólogo, profesor en la Universidad de Costa Rica.