Medición de la inflación y efectos de la política monetaria
Sin duda uno de los indicadores económicos que más atrapan la atención y la preocupación de la opinión pública es la inflación: mes tras mes, se suele estar pendientes de lo que muestren los indicadores estadísticos que se utilizan para seguir el comportamiento del nivel general de precios.
Sin embargo, detrás de la aparentemente simple definición de la inflación como un aumento generalizado y sostenido en el nivel general de precios se esconden complejidades importantes en, por lo menos, dos aspectos: ¿lo que miden los índices de precios es siempre inflación (o, en el caso de una caída generalizada en el nivel de precios, deflación)? Y, particularmente, ¿qué debe y, realmente, puede hacer la autoridad monetaria —la institución normalmente asignada para procurar la estabilidad macroeconómica y de precios en una economía— con el fin de contenerla?
Medir la inflación no es una tarea fácil. Una primera complejidad, es que para acercarse al fenómeno inflacionario se utilizan instrumentos que no reflejan exclusiva y siempre correctamente los aumentos generalizados y sostenidos en los precios de los bienes y servicios, sino que también terminan captando otros fenómenos como fluctuaciones temporales —por ejemplo, producto de shocks de oferta de corto aliento— en ciertos productos y servicios (por ejemplo, una buena parte del aumento en el índice de precios al consumidor en el mes de diciembre de 2024 en Costa Rica se puede atribuir al alza en los precios de los alimentos de origen agrícola —como las frutas y verduras— producto de las condiciones meteorológicas que imperaron en noviembre y diciembre) y cambios en precios relativos, esto es el precio de un bien o servicio en relación con otro u otros, producto de variaciones en los gustos y las preferencias de los consumidores o en cambios específicos en sus condiciones de oferta (por específicos o particulares se hace referencia a que sólo afecten a ese bien o servicio).
En ambos casos, estas variaciones en los precios son atrapados por los índices construidos para medir la inflación, pero no son variaciones sostenidas pues suelen revertirse con el paso del tiempo o no son generalizados, es decir, estos cambios en los precios reflejan variaciones en los precios de un bien o servicio particular respecto a otros debido a modificaciones en las preferencias de los consumidores respecto a ellos de manera específica (de hecho, en el caso de los fenómenos inflacionarios su carácter generalizado hace que los precios relativos no cambien sustancialmente, pues suben más o menos en la misma proporción todos ellos).
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Para las personas, las empresas y, por supuesto, los bancos centrales poder distinguir los movimientos coyunturales y los cambios en los precios relativos de la inflación no es sencillo y, por ello, las autoridades monetarias suelen emplear indicadores como el core inflation o la inflación subyacente que lo que procuran es excluir de los índices de precios al consumidor justamente lo que parezca no ser una variación generalizada y sostenida en los precios.
Por cierto, una de las razones por la que se justifica una inflación baja y estable es que para los consumidores y las empresas el caracterizar erróneamente como inflación un aumento temporal o un cambio en en los precios relativos tiene costosas implicaciones reales, es decir, se toman decisiones de consumo y producción equivocas, lo que conduce a pérdida de eficiencia y de recursos.
Los precios pueden subir o bajar por muchas razones y no siempre la política monetaria debe o puede actuar efectivamente. Otra complicación significativa, desde la perspectiva de la toma de decisiones de la política monetaria (y, por supuesto, también desde la perspectiva de consumidores y empresas que procuran entender y anticipar de alguna manera lo que los bancos centrales quieren y pueden hacer) surge de que aumentos o caídas más o menos generalizados y sostenidos en el tiempo pueden ser provocados por diferentes factores y no siempre en todos los casos las autoridades monetarias deben actuar o tienen, incluso, instrumentos adecuados para hacerlo.
Usualmente, la inflación que puede —y debe— ser más efectivamente combatida con una política monetaria restrictiva es la que se origina en un aumento excesivo en la demanda interna que, al sobrepasar la oferta, empieza a reflejarse en un aumento sostenido y generalizado en los precios.
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Como suele explicarse en los textos clásicos de macroeconomía esta situación muy comúnmente se presenta cuando hay excesos monetarios —excesiva liquidez en la economía— que, en la mayoría de los casos además guarda relación con desequilibrios importantes en las finanzas gubernamentales.
Pero también, en el caso de economía pequeñas y abiertas, en muchas ocasiones el comportamiento de las cotizaciones de las materias primas en los mercados internacionales o las presiones inflacionarias o deflacionarias externas influyen sobre los precios internos, pero en estos casos, los espacios para que los bancos centrales actúen con eficacia suelen ser más limitados.
En parte, primero, porque no siempre se puede remar en contra de la corriente, es decir, aunque se vuelva restrictiva la política monetaria ante un aumento en los precios de las materias primas en el exterior, si la causa es suficientemente intensa y permanente, tarde o temprano el nivel de precios local aumentara, por lo que el costo o efecto secundario que tiene una política monetaria restrictiva podría terminar siendo un desperdicio.
Pero, además, porque este tipo de shocks interactúan de manera compleja —como todo en sistemas sociales y económicos— con otras variables.
Un ejemplo —muy actual, por cierto, pues se trata justamente de la fuerza principal tras la baja inflación local desde el segundo semestre de 2022— quizás contribuya a aclarar esta idea.
Luego de aumentar rápida y significativamente en 2021 y hasta el primer semestre de 2022, las cotizaciones internacionales de las principales materias primas han caído y permanecido relativamente estables desde entonces, esto se ha reflejado en presiones a la baja en los precios interno e, incluso, durante varios meses en tasas de variación negativas de los diferentes índices de precios, por cierto, muy por debajo del rango meta que establece el Banco Central.
¿Se trata, en este caso, de una caída en los precios que amerite una política monetaria más expansiva? La respuesta es no, probablemente; por al menos dos razones, la primera es que esa caída en los precios de los bienes y servicios no está asociada con un estancamiento o contracción en la demanda interna —todo lo contrario, tanto la producción y el empleo, como la demanda se han recuperado del estancamiento provocado por el fenómeno inverso que se dio entre 2021 y 2022— y, en segundo término, para economías importadoras netas de materias primas, como es el caso de Costa Rica, la baja en estas cotizaciones suele tener un impacto expansivo pues aumentan el ingreso real y tarde o temprano se observa un aumento en el gasto interno.
Un banco central que actúa prospectivamente, como debería corresponder siempre, no sólo conoce con cierta certeza las condiciones actuales, sino que sobre todo estima —evidentemente con incertidumbre— las futuras, por eso no se guía sólo por el signo o la magnitud de la variación en los índices de precios, sino que debe mirar todo un conjunto de condiciones pasadas, presentes y, sobre todo futuras.
La inflación no es un simple fenómeno monetario, es mucho más complejo, se trata de cómo los agentes económicos se imaginan el futuro. Otra razón por la que para entender la inflación hay que ir más allá de la tasa de variación de un índice de precios es el hecho de que detrás de ella subyace sobre todo un proceso de formación de expectativas que mueve a las familias y empresas a tomar decisiones hoy que tienen impacto en el nivel de precios en el futuro.
Puede parecer etéreo, pero la relación causal va, grosso modo, de la siguiente forma: los bancos centrales prestan una gran atención a las expectativas que tienen los agentes económicos acerca de la inflación en el futuro porque entienden que, si las familias y las empresas, piensan que los precios serán más altos mañana, finalmente terminarán siéndolo efectivamente.
¿Por qué? Porque más que un simple fenómeno monetario (aunque siempre se requiere del dinero para que surja), la inflación refleja una puja redistributiva. Si se piensa que los precios serán más altos en el futuro, los trabajadores —en la medida en que lo permitan sus espacios de negociación— procuraran aumentos salariales y las empresas, de acuerdo con los espacios que les permitan los patrones de competencia en los mercados en los venden sus productos y servicios, pretenderán vender más cara su producción y este comportamiento terminará, al final del día, en precios más elevados en el futuro.
Esta poderosa relación entre inflación y expectativas es, además, una de las razones por la que, en ausencia de información completa y perfecta —¡claramente los banqueros centrales no son omniscientes y menos omnipotentes!— las autoridades monetarias tienden a actuar restringiendo, y en ocasiones flexibilizando, la política monetaria ante shocks que pueden —aunque no se tenga certeza total hoy— terminar haciendo que las personas esperen aumentos en los precios en el futuro sostenidos y generalizados, es decir, que se generen presiones e inercias inflacionarias. Es decir, que más que por la inflación registrada en el pasado, los bancos centrales reaccionan a los fenómenos que puedan afectar las expectativas inflacionarias.
Una buena política monetaria no es la que anticipa perfectamente el futuro, sino la que incorpora permanentemente nueva información y se va adaptando con el tiempo. La opinión pública suele pensar que los banqueros centrales pasan la mayor parte del día rodeados de pantallas que les indican las presiones inflacionarias en tiempo real y que, además, tienen unos controles que les permiten ajustar las condiciones monetarias y los tipos de interés de manera inmediata ante cualquier alarma que se encienda en sus cockpits.
Nada más alejado de la realidad, los bancos centrales —todos, incluyendo los de las economías más avanzadas— toman decisiones de política monetaria en un contexto de información incompleta e imperfecta y, no saben con certeza la situación actual y, como si esto no fuera poco, los efectos de lo que decidan o no hacer, además de diluirse en la complejidad de los fenómenos sociales y económicos, se percibirán en el futuro.
Por eso, una buena política monetaria no requiere de un adivino infalible, es decir, no requiere anticipar perfectamente el futuro —esto es, obviamente, imposible— sino que lo que hace a un banco central efectivo es su capacidad para incorporar toda la nueva información disponible de la manera más rápida y eficiente para la tarea de ajustar el timón monetario oportunamente.
Las metas de inflación son mecanismos para influir sobre las expectativas y construir credibilidad, pero no pueden ser vistas como raíles absolutos. Los bancos centrales modernos, como entienden que la inflación es un fenómeno de expectativas tienden a emplear mecanismos de comunicación que ayuden a los agentes económicos a entender y, sobre todo, a moderar lo que piensan que será el aumento futuro en el nivel general de precios.
Una de estas herramientas es, justamente, los esquemas de metas de inflación. En estos mecanismos, las autoridades monetarias se comprometen a mantener una inflación baja y estable, normalmente señalando un cierto rango aceptable para la variación de algún índice precios y, sobre todo, comprometiéndose a cumplir la promesa de mantener la inflación bajo control, lo que va mucho más allá y es mucho más complejo por lo que se ha desarrollado hasta ahora, que prometer mantener dentro de ciertos límites la variación de un indicador de precios arbitrario.
Como la inflación que realmente debe contener un banco central es un fenómeno con múltiples causas, que no siempre se mide apropiadamente y, además, interactúa con otras dimensiones del desempeño macroeconómico de manera compleja, las metas de inflación no pueden concebirse como límites absolutos, sino como instrumentos de comunicación.
Hay muchos casos en que, por fenómenos de diversa naturaleza, las variaciones en los precios se ubiquen fuera de los rangos establecidos por la autoridad monetaria, pero esto no es la única, ni la más importante razón, por la que un banco central modifica su postura monetaria, ojalá fuese tan sencillo.
A lo largo de estos párrafos se han explicado algunas de las razones por las que esto puede pasar y por lo que las decisiones de política monetaria son harto complejas y, para tomarlas, más que ver un simple indicador es necesario conocer y sopesar una cantidad enorme de información, mucha de la cual se sabe que es incompleta e imperfecta.
Un ejemplo de este tipo de coyunturas ha sido los últimos dos años y fue, en el pasado, el periodo comprendido entre 2014 y 2016; en ambos casos, luego de un aumento en la variación de los precios producto de un aumento en las cotizaciones internacionales de las principales materias primas, la reversión de ese shock inicial condujo, independientemente de las condiciones internas o de la postura monetaria a tasas de variación de los precios fuera del rango meta establecido por el banco central e, incluso, en algunos meses, a tasas de variación con signo negativo. ¿Podría y debía haber hecho algo al respecto la autoridad monetaria en esos casos? Probablemente ante ambas preguntas la respuesta es la misma: no.
Entonces, ¿para qué metas de inflación? Bueno quizás porque cuando se tienen enfrente fenómenos tan complejos como este, se necesita de una estrategia de información que simplifique el mensaje, en especial, en casos en que se enfrentan desequilibrios importantes que alimentan una inflación significativa.
Las metas de inflación son muy efectivas en estos casos como anclas nominales, pero conforme se va domando el monstruo inflacionario siempre debe procurarse profundizar en la comunicación acerca de los objetivos y los canales a través de los que actúan un banco central.
La aspiración no es que la opinión pública sobre simplifique un fenómeno complejo como la inflación, sino a que cada vez se conozca mejor y sobre todo se entienda las diferentes aristas de las intervenciones gubernamentales que son necesarias para mitigarlo.
Esto requiere mejor comunicación de los bancos centrales, pero sin duda también la voluntad de los receptores de estos mensajes cruciales para escuchar y comprenderlos.