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Frank

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Tu librero ordenado cuidadosamente por géneros y autores es una de mis fotos favoritas. Bueno, foto es un decir, se trata de la imagen mental que conservo de la infancia. Aquel armatoste de caoba me hacía incordiarte con preguntas. De qué trata ese libro de lomo gris, de qué el grueso volumen empastado en azul o el negro o la inmensa colección de los Breviarios del FCE, me llamaba la atención El rey viejo, de Fernando Benítez, la novela sobre Venustiano Carranza de la que no sé por qué extraña razón tenías dos ejemplares, y que yo insistía en leer a los ocho años pues el título me inspiraba la epopeya de un monarca anciano dirigiendo a los caballeros contra una horda de dragones. Cuando aporreabas tu Olivetti, yo curioseaba sobre Friedrich List, el decimonónico economista alemán del que recopilaste más volúmenes, tu favorito era su epistolario, y te escuchaba hablar con admiración de tus maestros, sobre todo del doctor Manuel Sánchez Sarto de la UNAM.Otra foto imborrable. Estás anudando tu corbata en el espejo. La camisa impecable. Tus lociones alineadas en la cómoda. Vivíamos en un pequeño apartamento del que partías todas las mañanas con tu traje reluciente. Tenías un sastre al que yo te acompañaba para la prueba o a recogerlos acabados, con esa radiante juventud que yo te pensaba eterna como mi propia edad: dice Paul Auster en La invención de la soledad que “es posible que no crezcamos, que aunque nos hagamos viejos, sigamos siendo los niños de siempre”. Y hablando de Auster y ese libro que décadas después yo te obsequié, invoco la penetrante conversación que tuvimos después de tu lectura, una charla acerca de la paternidad, la memoria, el silencio, la soledad, la muerte. Quién lo diría, hoy me corresponde evocar tus consideraciones sobre la orfandad, esa que tú experimentaste desde muy joven, mucho antes de que me dieras la vida y dedicaras años en guiarme hacia lo poco que sé de caminar en este mundo. Ahora yo tengo que aprender a estar sin ver tus ojos ni escucharte. Sin tocar tus manos ni abrazarte.Frank te llamaban tus colegas. Se volvió tu apelativo cariñoso. Mi madre Ana y mi hermano Omar te decíamos así. Para nosotros a veces eras padre, nunca te gustó papá, como tú desde pequeño en vez de hijo me apodaste Vania, diminutivo de mi nombre, igual que el del célebre Tío de Chéjov.Ah, cuántas cruzadas afrontaste. Estudiantiles, profesionales, ideológicas, culturales, afectivas. Fuiste un luchador incluso en el orden de tu cuerpo, tan vapuleado a sus ochenta y seis pero empeñado en resistir, hasta que doce horas antes de la nochebuena abandonó el campo de batalla.De Hora absurda de Fernando Pessoa: ¡Hay poca gente que ame los paisajes que no existen!... /Saber que continuará habiendo el mismo mundo mañana —¡cómo nos entristece!... /Que mi oír tu silencio no sean nubes que contristen tu sonrisa, ángel exiliado, y tu tedio, aureola negra… Amado Frank: quisiera saber si ahora tú puedes contemplar los paisajes invisibles. Esos que están vedados para quienes aún aquí permanecemos. Horizontes majestuosos. Quizá campiñas colmadas de verdor y mucho sol y nubes, el cielo de tu tierra que tanto añoraste.Amado padre: recordaré ahora ese párrafo de La invención de la soledad que en la lejana charla nos provocó una carcajada pensativa. “Cada eyaculación contiene miles de millones de espermatozoides —o más o menos la cantidad equivalente al número de habitantes del planeta— y eso significa que cada hombre guarda en sí mismo el potencial del mundo entero. Y en lo que ocurriría, si esto pudiera ocurrir, se encuentra toda la gama de posibilidades: las semillas de idiotas y genios, de bellos y deformados, de santos, catatónicos, ladrones, corredores de bolsa y equilibristas. Cada hombre, por tanto, es un mundo entero y alberga en sus propios genes un decálogo de toda la humanidad”. Así que mientras ríes, mientras meditas, yo me quedo en mi soledad rememorando tu camino mientras suena Eric Clapton con “My Father’s Eyes”.ÁSS