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Víctimas

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Abc.es 
Daniele Giglioli dedicó hace una década un interesante libro a las víctimas, reivindicando la necesidad de hacer una crítica de ellas, aunque supusiera cierto grado de crueldad. Eso sí, el autor se encarga de recordar la diferencia entre víctimas verdaderas e imaginarias, lo que encierra una pretensión clasificatoria arriesgada. Y ello porque podría pensarse que víctima no es solo, siguiendo a la RAE, quien padece daño por culpa ajena o quien padece las consecuencias dañosas de un delito, sino quien se considera como tal, haya daño, delito o no que lo preceda. Esta concepción subjetiva de víctima, basada en el sentimiento de serlo, con independencia de los hechos acaecidos, tiene también su eco en el diccionario de la RAE, incluyendo la expresión coloquial «hacerse la víctima» como quejarse excesivamente buscando la compasión de los demás. Y quizá la docta Academia debiera incluir una nueva acepción a dicho coloquialismo, añadiendo la de quejarse excesivamente como fenómeno estrictamente social, aunque algo de ello hay en la definición de victimismo como tendencia a considerarse víctima o hacerse pasar por tal. Y es que el fenómeno del victimismo es una de las grandes patologías de nuestro siglo XXI, donde no existen ya verdades, sino interpretaciones, y donde el individuo legitima la autovivencia bajo su subjetiva interpretación: ¿quién es el otro para negar lo que yo siento?, ¿no es lo sentido ya verdad 'per se'? La gran pregunta de la modernidad, qué hacer, se sustituye hoy, en tiempos de identidad, por la de quién soy, y en ese escenario de mera pasividad la autoconcepción como víctima se simplifica. La nueva pregunta responde a una visión de autonomía no relacional, de ausencia de alteridad, en la que el otro desaparece hasta que ese otro es considerado causa de la victimización. Se es víctima por razones esenciales, no circunstanciales, no por algo que se haya sufrido, sino en función de la identidad a la que se pertenezca o se quiera pertenecer. Y si bien es cierto que todos estamos estructuralmente expuestos a la violencia del otro, algo casi ontológico del ser humano que ni la consolidación del Estado de derecho ha conseguido eliminar, ello no significa que todos la suframos. La delimitación de lo que es verdadera víctima de quien no lo es constituye un acto de justicia con la primera. Es su primera reparación, incluso, condición necesaria de la segunda consistente en el castigo al agresor. Con la banalización del concepto objetivo de víctima no cabe verdadera reparación. La tradicional sabiduría del Derecho nos muestra cómo en un ámbito proclive a crear víctimas, como es el del derecho al honor, la evaluación de la ofensa no queda sujeta a meros criterios subjetivos de interpretación por parte del que dice haberla sufrido, sino a objetivos derivados de los usos sociales y el contexto. No es víctima de injuria quien cree serlo, sino quien recibe la imputación de un hecho o cualidad que suponen, de manera objetiva, menoscabo. Sin embargo, cuando la victimización se expande socialmente puede que hasta los tribunales de Justicia giren hacia el aprecio de la ofensa desde un parámetro puramente subjetivo, basado en lo meramente experiencial. Como nos recordaran Natalia Carrillo y Pau Luque en otro gran libro algo más reciente, existe una suerte de fantasma que recorre nuestras sociedades occidentales, por el que gran número de personas sienten culpa por hechos en los que no tienen ninguna participación. Los autores tildan al fantasma con el gráfico término de hipocondría moral. Y es que desde esa actitud hipocondríaca es más fácil empatizar en muchas ocasiones con la falsa víctima que con la verdadera porque hay coincidencia, al menos, en el sustrato aparente, no real, del sentimiento. La narrativa de la víctima imaginaria encaja bien con la del hipocondriaco moral. En ambos concurre una expresión de narcisismo que impide distinguir entre su punto de vista y la realidad. El dolor por la víctima que ni es alguien concreto ni puede que exista realmente, sino que se diluye en su mera condición o característica, presenta una fuerza de atracción a la que los defensores de la apropiación cultural tienen difícil resistirse. Y en este marco de nuevas víctimas deconstruidas, de víctimas que son pura expresión de una nueva suerte de justicia social, es donde casos como el reciente y brutal de la francesa Gisèle Pelicot deben llevarnos a reflexionar sobre muchos de los males de esta sociedad presuntamente avanzada y, entre ellos, sobre la relevancia de la distinción entre víctimas reales e imaginarias. Una sociedad que admite como víctima a quien lo es como mera expresión de un fenómeno social acaba por devaluar a las propias víctimas que sí lo son por haber recibido daño o delito de un semejante. Defendamos, pues, como ha hecho la Justicia francesa, a las víctimas que sí lo son y aprovechemos un hecho que nos pone frente al espejo de nuestra brutalidad aún muy presente, para denunciar la victimización como fenómeno social para completar la reparación. Y en nuestras palabras no debe verse insinuación alguna de que ya, por fin, no existen víctimas que sigan sin recibir la reparación de la Justicia. Haberlas haylas y todavía demasiadas (las del terrorismo en España siguen siendo, muchas de ellas, ejemplo de falta de plena reparación), pero también se aprecia un inquietante incremento de quienes sin serlo pretendan recibir tal reparación. Tampoco debe asumirse la mera banalidad del mal, ni ninguna suerte de solidaridad masculina mal entendida, porque en el caso Pelicot los que participaron en las violaciones sucesivas y quienes sin hacerlo no denunciaron no eran banales, sino salvajes. Y acabamos recordando las palabras de una de las grandes estudiosas del mal, Hannah Arendt, quien nos decía que donde todos son culpables nadie lo es. Lo mismo puede decirse de las víctimas: donde todas lo son nadie lo acaba siendo. En el caso Pelicot, sí hay muchos culpables y una víctima verdadera.