La última frontera de Sánchez
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Hace tiempo que la opinión pública sabe que Pedro Sánchez no tiene ningún problema en reunirse con Carles Puigdemont . Para eso hay que tener un determinado nivel de ética política, pero el jefe del Ejecutivo ha despojado a su acción de gobierno de cualquier valor intangible que le obstruya la conservación del poder. Sánchez ha mecanizado su permanencia en La Moncloa de tal manera que, en efecto, no tiene reparo alguno en afirmar su disposición a reunirse con quien está declarado en rebeldía por la Sala Segunda del Tribunal, procesado por malversación de fondos públicos y sometido a una orden de detención. El problema es que un presidente del Gobierno no tenga problema en reunirse con Puigdemont. No es una sorpresa, porque ese encuentro físico que reclama el expresidente catalán con Pedro Sánchez es un eslabón lógico de la cadena de exigencias de aquel y de la suma de necesidades de este. Primero fueron los indultos; luego, la amnistía; entre medias, y ahora también, los ataques a la Justicia. Todo esto ha sucedido y sucede en el contexto de una normalización patológica del delito, condición sin la cual ni Sánchez ni el PSOE habrían podido pactar la investidura con Junts y Esquerra Republicana de Cataluña. La política española sufre un proceso de desmoralización progresiva, que también se expresa en un grado inconcebible de tolerancia del PSOE con la corrupción del entorno más inmediato de Pedro Sánchez y el descrédito de personas llamadas a ser y a parecer ejemplares, como el fiscal general del Estado. La reunión de Sánchez con Puigdemont solo añade más evidencias a una trayectoria que ya no es política, en el mejor sentido del término, sino tóxica, porque está contaminando la vida pública nacional y la escala de valores que ha de regir una democracia. El argumento de que la prueba de la normalización que merece Puigdemont es que el Partido Popular pacta con Junts reformas fiscales resulta burdamente cínico, porque nada hay comparable entre presidir una legislatura deudora del apoyo constante de un prófugo y, por otro lado, pactos puntuales en un Parlamento con mayorías oscilantes. Sánchez sabe muy bien que su argumento es falaz y que solo busca tapar, sin conseguirlo, el escándalo ético que representa que el presidente del Gobierno de España anuncie las bondades de una reunión con quien no puede pisar suelo español sin ser detenido y conducido al calabazo. Sánchez ha establecido con claridad cuál es el perfil de su interlocutor básico. No es el líder del partido que ganó las elecciones generales, que tiene la hegemonía autonómica y municipal y la mayoría absoluta del Senado. No. El perfil del interlocutor elegido por Sánchez se mueve entre la delincuencia actual, el pasado terrorista y la deslealtad constitucional. Por eso, Núñez Feijóo no entra en la ecuación política de Sánchez , en la medida en que cualquier pacto con el PP supondría una negación de sí mismo y de su estrategia construida con muros y división. Solo la presión de la Unión Europea logró el pacto para la renovación del Consejo General del Poder Judicial; pacto en el que el PSOE no ha incluido una cláusula de lealtad y respeto a la independencia de los jueces. Aunque Sánchez afirme que la amnistía ya está aplicada y que el 'procés' de 2017 está superado, ambas cosas son falsas. Puigdemont sigue huido y bajo la sombra de un arresto europeo, así que difícilmente puede considerarse aplicada la amnistía. Y si algo mantiene con vida los postulados del 'procés' son los pactos de investidura de Sánchez y Salvador Illa con Junts y ERC.