La prontitud de la fe
Meditación para el IV Domingo de Adviento
¿Cuántas veces hemos escuchado la llamada de Dios y hemos respondido con demora, titubeos o excusas? ¿Por qué María, la Madre de Dios, se puso «aprisa» en camino hacia Isabel? La prontitud no es un superficial andar apresurados, sino la virtud de quien vive la fe decisión y obras eficientes. Meditemos atentamente este bello pasaje:
«En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”» (Lucas 1,39-45).
María se puso «aprisa» (μετὰ σπουδῆς), dice el evangelista. La palabra griega spoudē no solo denota rapidez, sino fervor, diligencia y celo. La prontitud de María no es la de un deber cumplido apresuradamente, sino el reflejo de un amor que no pone dilaciones. Santo Tomás de Aquino lo expresó con claridad: «El amor siempre tiene prisa por darse». La Virgen no demora porque sabe que la voluntad de Dios debe ser cumplida sin titubeos. La fe verdadera no coquetea con la pereza.
Aquí hay una enseñanza para nuestra vida: si Dios nos llama, ¿por qué retrasamos nuestra respuesta? La prontitud es la virtud que vence las cadenas de la acedia, ese mal que paraliza el alma y la lleva a postergar lo importante. La Madre del Señor nos enseña que cuando la gracia toca el corazón, el tiempo no se pierde, se entrega.
Al llegar a la casa de Isabel, el saludo de María produce una conmoción sagrada: El niño en el vientre de Isabel «salta de alegría» (eskírtēsen). Juan Bautista, el Precursor, reconoce en el silencio del seno materno la voz de la Madre de Dios. Es un salto de gozo, un estremecimiento espiritual que nos recuerda que la presencia de Cristo no se percibe con los ojos, sino con la fe. Aquí se cumple lo que dirá más tarde San Pablo: «El justo vivirá por la fe» (Rom 1,17).
San Agustín lo explicaba así: “Cristo está en ti; salta tu corazón si lo reconoces”. ¿No sentimos acaso esa misma llamada a reconocer su presencia en nuestra vida? Si hoy no saltamos de alegría, quizá sea porque hemos dejado de acoger a Cristo en nuestras almas. El Adviento es el tiempo propicio para volver a llenarlas de su presencia.
Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!». Estas palabras nos recuerdan que toda la obra de Dios en María es obra de la gracia. María no guarda para sí el don recibido, sino que lo ofrece a los demás. La prontitud de su caridad contrasta con nuestras demoras egoístas. San Buenaventura decía que el amor tiene pies ligeros y manos generosas. Quien ama, se entrega sin cálculo y sin medida.
Y aquí viene la clave: Isabel proclama a María «bienaventurada» porque ha creído (pepisteúkui). La fe no es una idea ni un sentimiento; es una certeza que mueve a la acción. María cree y por eso actúa. Ella no necesita pruebas porque su corazón vive en la verdad de Dios. La fe de María vence la lógica del mundo: no calcula, no exige, no teme. «Bienaventurada la que ha creído» porque quien cree no se queda inmóvil; se pone en camino.
Hoy, a las puertas de la Navidad, debemos preguntarnos: ¿Nuestra fe tiene la prontitud de María? ¿O vivimos como cristianos a media marcha, retrasando las obras de Dios por comodidad o tibieza? La Visitación nos enseña que la vida cristiana no es una espera pasiva, sino un camino apresurado hacia los demás. Porque Dios siempre nos envía: primero a Él, luego al prójimo. La fe que no se mueve, se marchita; el amor que no actúa, se enfría.
María sube a la montaña, símbolo del esfuerzo y la elevación espiritual. Quien lleva a Cristo en su interior no puede quedarse en las llanuras de la mediocridad. La vida cristiana es ascenso, lucha y superación. Como escribió San Juan de la Cruz: “A la cima se llega por la firme decisión de subir y no volver atrás”.
El IV domingo de Adviento nos invita a imitar a María en su escuchar la Palabra, creer en ella y ponernos en camino. Solo así podremos ser portadores de Cristo en un mundo que necesita su presencia real. ¿Cuántos necesitan la visita del Enmanuel, el Dios con nosotros, que en nosotros mismos hemos de llevar?
Una frase de San Ambrosio nos ayuda a resumir todo esto: “La prontitud en el servicio es la señal del amor más puro”. En este Adviento, apresurémonos a hacer el bien, a llevar a Cristo incluso donde no se le espera y a reconocerle donde ya está presente. Porque Dios se entrega sin demora, y quien le ama no puede retrasar su respuesta.
¡Bienaventurados los que creen! ¡Bienaventurados los que se apresuran! ¡Bienaventurados los que suben el monte del amor con los pies ágiles de la fe! En el umbral de la Navidad, que la prontitud de María Santísima sea también la nuestra. ¡Ven, Señor Jesús!