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Todo empezó con la amnistía

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¿Recuerdas a Rodrigo Rato? Repasando algunas portadas de periódicos, que hoy le ignoran, nadie diría lo poderoso e importante que fue. La imagen que se le dio. Los desmesurados elogios con los que se le construyó una imagen de excepcional gestor, de gran economista, de ser el padre de un supuesto “milagro español”. 

Ese mismo Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno de Aznar, exgerente del Fondo Monetario Internacional, recibió este viernes su segunda condena a prisión: casi cinco años de cárcel. Pese a todo, ha tenido suerte: la Fiscalía Anticorrupción pedía doce veces más, 63 años de condena. La sentencia es más suave, entre otros motivos, porque Rato se ha beneficiado de un atenuante por dilaciones indebidas. La Justicia se tomó este asunto con extraordinaria lentitud: el caso lleva casi una década en los tribunales, desde 2015. 

Los hechos probados que acreditan las dos condenas de Rodrigo Rato son demoledores. En su época como presidente de Bankia, nombrado por M. Rajoy, Rato jugó a la chica y a la grande. Con su tarjeta black, se llevó 99.000 euros que gastó en viajes a la nieve, fiestas, alcohol y bolsos de lujo. Con los contratos de publicidad de Bankia, Rato cobró una mordida de dos millones de euros. Un dinero que después escondió en el extranjero. Y también defraudó durante años al fisco español. 

Bankia, como recordarás, es la entidad bancaria cuya quiebra provocó el rescate financiero español. Los años más duros de nuestra historia reciente. Los recortes que destrozaron a más de una generación. Rato probablemente volverá a la cárcel –si esta condena, que aún no es firme, es refrendada por el Supremo, y eso todavía tardará–. Pero nunca pagará por aquella nefasta gestión, solo ha sido condenado por sus delitos de corrupción. Ya fue juzgado por la salida a bolsa de Bankia, pero fue absuelto.

Rodrigo Rato también se benefició de la amnistía fiscal del Gobierno de Rajoy. ¡Cómo no! Pero dejo aquí el tema Rato porque hay otro asunto, otra amnistía, de la que hoy te quiero hablar.

Lo he escrito en varias ocasiones. Entiendo las críticas a la amnistía del procés catalán. Entiendo que haya gente a la que no le guste nada esa medida o que la vea injusta. Entiendo también que haya jueces que estén en contra y les parezca fatal. 

A mí tampoco me gustó la amnistía de Rajoy a los defraudadores. Supongo que también hubo jueces que estuvieron en contra de ella, o que tampoco les agradó. Pero lo que nunca vi jamás, lo que espero no veamos nunca más, fue una manifestación en la puerta de los juzgados de señores magistrados con su toga y sus puñetas en contra de un acuerdo político entre dos partidos que pactaron presentar una ley de amnistía.

No hay precedentes en la historia de España de algo así, de lo que pasó con esas manifestaciones y de lo que sigue ocurriendo hoy con esa ley, que una parte de la judicatura española ha decidido incumplir. Por encontrar un ejemplo equivalente, un pulso comparable entre dos poderes del Estado, creo que habría que remontarse a la manifestación del PSOE de Felipe González en la puerta de la cárcel de Guadalajara, en contra de la condena del exministro José Barrionuevo por los GAL. Y ni siquiera, porque en aquella época Felipe ya no presidía el Gobierno y su partido estaba en la oposición. 

Ha pasado más de un año desde aquellas manifestaciones de jueces y fiscales contra una ley que –como todas– no redactan ellos y están obligados a cumplir. Los jueces ya no se manifiestan en la puerta de los juzgados. Pero sin duda no han cambiado de opinión. Y sin comprender lo ocurrido con la amnistía, esa rebeldía de una parte de los jueces contra el Gobierno que impulsó esa ley, tampoco se entiende casi nada de lo que ocurre en España hoy. Esa instrucción tan anómala del juez Peinado contra Begoña Gómez, por ejemplo. O la inédita investigación por revelación de secretos contra el fiscal general. 

No se entiende casi nada de lo que está pasando sin entender el contexto: esa rebeldía de una parte de la Justicia contra una ley que no les gusta a los jueces; contra un pacto de Gobierno que tampoco les gustó. Y el mejor ejemplo para demostrarlo es, precisamente, lo que ha ocurrido con esa ley de amnistía, que se sigue sin aplicar.

Va todo tan deprisa que tal vez no lo recuerdes en detalle. Pero desde el primer momento en que varios partidos empezaron a negociar esa amnistía, varios jueces se movieron para intentar tumbarla de forma indisimulada. Lo hicieron a través de tres vías. Ninguna de ellas es muy normal.

La primera barrera contra la amnistía la puso en marcha el juez Manuel García Castellón. De repente, tras años sin darse cuenta, este magistrado descubrió que había un grupo terrorista suelto que incluso había matado a un pobre ciudadano francés, que murió de un infarto, y que el líder de esa banda terrorista se llamaba Carles Puigdemont. 

¿Por qué terrorismo? Casualmente, era uno de los delitos que no se podían amnistiar. Acusar a Puigdemont de terrorismo servía para que no se beneficiara de esa ley. 

Aquello fue de todo menos normal. Incluso en su final. El castillo en el aire se hundió porque Manuel García Castellón cometió un error garrafal: se había equivocado con los plazos de las prórrogas a la investigación, y por eso tuvo que archivar. En circunstancias normales, si un juez de la Audiencia Nacional hubiera dejado libre una banda terrorista con un muerto a sus espaldas por un error en la instrucción, las críticas a su chapuza habrían sido inmisericordes. Pero nadie dijo nada. Ni siquiera los que, durante meses, defendieron que sin duda hubo terrorismo en el procés, como Alberto Núñez Feijóo. 

Para entonces ya no importaba. Para frenar la amnistía había un plan B y un plan C. 

La segunda barrera para torpedear la ley de amnistía y que no se pudiera beneficiar de ella Carles Puigdemont fue aún más burda si cabe. La protagonizó un juez de Barcelona, Joaquín Aguirre, que encontró otra vía aún mejor. ¿Terrorismo? No. ¡Traición!

De nuevo hablamos de un delito que –casualmente– no estaba entre los que se aprobó amnistiar. 

Este juez, en el pasado, había investigado la supuesta injerencia rusa del procés: las conexiones entre los independentistas y la Rusia de Putin. Aquel caso quedó en nada. Hasta que llegó la amnistía. En enero, en plena negociación de esa ley, Aguirre reactivó esa investigación y apuntó a un posible delito de traición de Puigdemont.

La maniobra estaba tan poco fundada, era tan endeble, que la Audiencia Provincial le ordenó archivar. Y el juez hizo otra aún peor: abrió otra pieza separada prácticamente idéntica, por los mismos delitos. Y en junio pidió imputar a Puigdemont por traición. 

Era el mismo juez que, en enero, presumía de que “al Gobierno le quedan dos telediarios”, que se jactaba de que las negociaciones de la ley entre el PSOE y Junts para la investidura de Pedro Sánchez estaban fracasando por su labor. 

Esta semana, este disparate del juez Aguirre ha quedado definitivamente desacreditado, con un auto durísimo contra el juez. La Audiencia de Barcelona le acusa de una “irregular maniobra procesal” que supone “un fraude de ley”. 

Pero el auténtico bastión contra la ley de amnistía, quien ha logrado frenar su aplicación, no ha sido el juez Aguirre con su “fraude de ley”. Ni tampoco el juez García Castellón con su terrorismo naufragado por su chapuza con los plazos. Ha sido el Tribunal Supremo español. 

Lo normal, lo esperable, es que el Supremo hubiera planteado una cuestión de inconstitucionalidad contra esa ley –algo que también ha hecho–. Pero esa vía no habría frenado su aplicación. Es lo que pasó, por ejemplo, con la amnistía fiscal de Rajoy: fue declarada inconstitucional años después, pero no por eso se anularon sus efectos.

Así que el Tribunal Supremo recurrió a otra fórmula, que impide que Puigdemont y compañía puedan beneficiarse de la amnistía.

La ley es bastante clara: quedan amnistiados los delitos de malversación relacionados con el procés “siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento”. Y por si hubiera dudas sobre qué es el enriquecimiento, la ley lo aclara después: “no se considerará enriquecimiento ”cuando no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial“.

Pero el Tribunal Supremo ha decidido no ya interpretar la ley sino las normas más básicas de la lengua castellana. Y ha llegado a la extravagante conclusión de que, en efecto, Puigdemont se enriqueció. ¿Acaso se llevó un duro? ¿Acaso aumentó su patrimonio? Por supuesto que no. Pero la Sala de lo Penal del Supremo considera que basta con haberte ahorrado el precio que costó el referéndum para que exista un enriquecimiento.

Lo expliqué a fondo en una carta anterior: es cocina creativa. Una pirueta en el aire que probablemente acabará anulada cuando el Tribunal Constitucional o la Justicia europea revisen esa extraña interpretación.

Pero para cuando esto ocurra dará igual. Porque el objetivo estará cumplido. Porque lo están cumpliendo ya. Pasan los meses, pasará pronto un año, y esos mismos jueces que se manifestaron vestidos con sus togas contra la amnistía han logrado ganar el pulso al poder legislativo: que esa ley que les disgusta no se cumpla, aún estando en vigor. 

Me despido aquí por hoy, hasta 2025. Este es mi último boletín del año. Me tomo unas pequeñas vacaciones. Te deseo unas felices fiestas y que el año que viene sea mejor. 

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Un abrazo,

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