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Un Big Mac a 7 dólares no amenaza el éxito de Javier Milei en Argentina

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A comienzos de esta semana, una Big Mac costaba el equivalente a unos 7 dólares en Buenos Aires, uno de los precios más caros del mundo por la popular hamburguesa.

Es una consecuencia del plan de “terapia de choque” de Javier Milei, quien en su primer año como presidente de Argentina ha logrado frenar considerablemente la inflación y una rápida apreciación del tipo de cambio real (es decir, ajustado por el aumento de los precios).

Gracias a un draconiano ajuste fiscal, la lenta depreciación de la moneda y una política monetaria restrictiva que puso coto a la impresión de pesos, la tasa de inflación mensual cayó de 25.5 por ciento en diciembre de 2023, cuando Milei asumió, a 2.4 por ciento en noviembre. Notable.

Sin embargo, la reciente fortaleza del peso preocupa a algunos economistas. La historia de Argentina durante la mayor parte del siglo pasado ha sido un ciclo de auges seguidos de inevitables caídas: Unos pocos años buenos en los que el peso tiende a apreciarse por las entradas de capital, dan paso a una pérdida de competitividad, despidos en el sector manufacturero y un creciente déficit de cuenta corriente. Los flujos de capital se revierten una vez que los inversionistas pierden la confianza en la capacidad del país para financiar esos desequilibrios, lo que a su vez provoca una fuerte depreciación de la moneda, más inflación e inestabilidad política. Un “game over” para cualquier gobierno.

Algunos temen que Argentina esté repitiendo la historia con Milei. “El peso está sobrevalorado de todos modos y debe caer”, escribió Robin Brooks, del Brookings Institution, en X la semana pasada. “Puede que haya un nuevo gobierno, pero está cometiendo el mismo error que todos los gobiernos anteriores. Esto acabará en lágrimas”, volvió a escribir en junio.

Es cierto que Argentina está mucho más cara: Aunque me fui hace dos décadas, he visitado regularmente mi ciudad natal; esta vez, no se me ocurre un momento más costoso al hacer la conversión a dólares. Probablemente estoy gastando el doble que hace un año. Las playas de Brasil y los centros comerciales de Chile están preparados para recibir a hordas de argentinos estas vacaciones. La situación se ve agravada por el desplome de 22 por ciento del real brasileño en 2024, en medio de una crisis fiscal en el principal socio comercial de Argentina (¡vaya cambio de suerte!).

Pero a pesar de todo, es un error suponer que se trata de señales definitivas de problemas económicos.

En primer lugar, porque cualquier plan exitoso de estabilización habría llevado necesariamente a una apreciación de la tasa de cambio. Lo extraño no es que Argentina tenga ahora algunos productos a precios como si fuera México o incluso EU (la ropa y la tecnología son ridículamente caras aquí); lo realmente extraño era que hasta hace poco se podía almorzar un buen filete con vino en el Four Seasons de Buenos Aires y pagar solo 25 dólares. Aquellos días gloriosos, al menos para los turistas internacionales, son cosa del pasado y la diferencia entre las tasas paralela y oficial, que era de casi 200 por ciento justo después de la elección de Milei, es ahora de alrededor de 10 por ciento. Y la mayor parte de esto se consiguió sin las entradas de dinero de los programas anteriores.

En segundo lugar, el tipo de cambio es solo una parte de la estructura de costos de las empresas. Como señala Fernando Marengo, economista jefe de BlackTORO Global Investments, la competitividad de la economía depende del tipo de cambio real, el cual, a diferencia del nominal, no puede ser controlado por el gobierno y, según esa medida, Argentina se encuentra actualmente en torno a su media a largo plazo.

“Este tipo de cambio, con un enfoque macroeconómico prudente que incluya no imprimir más pesos de los que se demandan, podría sostenerse durante años”, me dijo Marengo.

Hay razones para decir que esta vez podría ser diferente para Argentina: el gobierno terminaría 2024 con un superávit fiscal primario del 1.5 por ciento del PIB, algo impensable hace 12 meses. Para el próximo año, los economistas de Banco BTG Pactual SA ven un resultado positivo en el saldo presupuestario, restando los pagos de intereses, del 1.3 por ciento, mientras que el déficit de cuenta corriente —la advertencia habitual de cualquier problema cambiario— sería un muy manejable 0.6 por ciento del PIB. La economía salió de una larga recesión en el tercer trimestre, creciendo por encima de las estimaciones, y se prevé que se expanda 5 por ciento el año que viene.

“El peligro de tener una moneda sobrevalorada es acumular déficits difíciles de financiar en caso de una parada repentina”, escribieron los analistas en una nota de investigación. “Argentina siempre tendrá la posibilidad de ajustar la moneda si ese es el caso, pero eso no es algo que parezca probable en 2025 o incluso en 2026”.

Y lo que es más importante, es la primera vez en los numerosos programas de estabilización emprendidos por Argentina en que existe tanto voluntad política como consenso social para apoyar los recortes presupuestarios. Todos los intentos anteriores de poner en orden las cuentas del gobierno terminaron cuando los políticos cambiaron de opinión o el electorado perdió la paciencia con la austeridad. No hay duda de que Milei ha cumplido sus promesas de terapia de choque; la novedad aquí es que los votantes parecen apoyar este remedio, al menos por ahora.

Algunos observadores de Argentina ignoran que lo que convierte al país en una ave rara en la política económica mundial es su bimonetarismo. Los argentinos utilizan el peso para las transacciones cotidianas y el dólar para lo que más les importa: las inversiones y el ahorro; devaluar la moneda ahora, como sugiere Brooks, solo servirá para reacelerar la inflación, acabar con el actual repunte de la actividad, y dañar el proyecto político de Milei de forma casi irreversible.

Lograr la parte difícil —estabilidad macroeconómica y financiera, con baja inflación y crecimiento de la actividad— es lo que las empresas y familias argentinas necesitan para prosperar. También es clave reducir drásticamente las regulaciones y las distorsiones fiscales para fomentar una mayor competencia, la reestructuración de las empresas y una menor intervención del Estado, un aspecto microeconómico del programa de Milei que a menudo no recibe suficiente atención.

El tipo de cambio es una consecuencia de todas estas variables, y no al revés; un peso artificialmente debilitado que pretenda eludir estas reformas estará condenado al fracaso. Del mismo modo, dejar que el peso flote libremente ahora con las reservas internacionales netas todavía en niveles negativos sería no sólo arriesgado sino suicida. Es lo que intentó el presidente Mauricio Macri en 2015, y que, de hecho, terminó en lágrimas.

No me malinterpreten, el experimento de Milei aún podría fracasar: Continuar con los superávits fiscales puede ser imposible dadas las renovadas presiones políticas y sociales; el banco central podría verse obligado a abandonar su prudencia monetaria; el panorama internacional puede volverse mucho más sombrío; la recuperación del PIB el año que viene puede no alcanzar las expectativas; la política podría volverse contra el incendiario presidente; la salida de los controles de capital puede desatar la volatilidad. Al fin y al cabo, esto es Argentina: los resultados de ayer no garantizan que los de mañana vayan a ser diferentes. Las probabilidades de la historia están en contra de Milei. Pero tal como están las cosas ahora, no hay motivos para creer que el país se encamina hacia una nueva crisis de las tasas de cambio.

Argentina podrá tener una tasa de cambio normal de libre flotación, como tienen las economías modernas, el día en que las oscilaciones del peso no sean portada de todos los periódicos y programas de TV. Eso requiere décadas de disciplina, pero es factible: la mayoría de las naciones latinoamericanas lo han conseguido este siglo.

Por el momento, el país sólo tiene que centrarse en arreglar las condiciones subyacentes que impiden una nueva y más sana normalidad.