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El mal de montaña, síndrome del poder político

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Debemos reconocer que esta enfermedad no es propia sólo del político mexicano. Es un síndrome universal y milenario. Los emperadores romanos llevaban al lado un lacayo que, cuando era necesario, les decía: «acuérdate que eres mortal».

Esta dolencia la sufren con mayor frecuencia los políticos inseguros, inexpertos o sin vocación de servicio. Es un trastorno mental que les hace perder el sentido común, el equilibrio emocional, la prudencia y la sensatez. En otras palabras, las y los afectados pierden el piso, flotan en la atmósfera y se convierten en seres de un mundo inexistente. El mal de montaña se nutre con la corte de zalameros y aduladores que los rodean. Las alabanzas, los vítores y los halagos distorsionan su personalidad y los alejan de la gente.

En un ensayo político, que estoy escribiendo, comento una anécdota muy ilustrativa sobre el tema.

Dos cardenales, Juan y Pedro, los más viables para acceder al papado, en pleno cónclave, se reúnen para construir un acuerdo entre ambos y así evitar confrontaciones y un posible desgaste. Se encuentran para cenar en un restaurante de Roma y al calor de un buen vino italiano, con entusiasmo celebran el venturoso acontecimiento.

Al cabo de unos días, el elegido es Pedro y se inicia el protocolo de unción papal. En consecuencia, Juan, antes con derecho de picaporte, se dispone a entrevistarse con Pedro y la guardia suiza lo detiene y le explica que el nuevo papa está muy ocupado, que no lo puede recibir y que vuelva en tres días. Lo entiende y al cumplirse el plazo regresa y, para su sorpresa, le explican que el nuevo papa está en comunicación con Jesús y no puede atenderlo. Al final de la jornada, toma la determinación de abordarlo en su camino hacia una misa sacramental. Así lo hace y le pregunta: «¿Pedro, me reconoces?» y el papa, observándose a sí mismo con su nuevo ropaje y su anillo, le dice a Juan: «Ni yo mismo me reconozco» y siguió su camino. El mal de montaña cambió a Pedro.

La falta de valores, la ausencia de autoridad moral, de honestidad y de convicciones alimentan este virus contagioso y muy dañino para la sociedad. «Más pobres nos conocimos» es un dicho popular de mi pueblo, que se acomoda bien a este fenómeno. Estos personajes olvidan sus orígenes y compromisos con el pueblo.

En nuestro país, estos seres humanos abundan como hongos en temporada. El problema es delicado y produce un gran daño a la sociedad. El mal de montaña es una pandemia generalizada en los tres niveles de gobierno. Está en todas partes, inclusive en familiares de los políticos. Es una calamidad democrática.

Por supuesto, los partidos están contaminados con este síndrome. Sus dirigentes, en su gran mayoría sin principios ni convicción ideológica, han convertido esta noble profesión de la política en un nicho de mercado en busca de prebendas y dinero.

En consecuencia, sus candidatas y candidatos en las contiendas electorales no tienen la simpatía y el respeto de los votantes y tienen que comprar el voto en las zonas pobres, cada vez más caro porque los electores saben de antemano que no honran su palabra. Los gobiernos de diferentes ideologías, administrados a su vez por esta clase política, utilizan los programas sociales para condicionar el voto ciudadano.

La degradación y el desprestigio de la política está a la vista. Urge su rescate. Hace falta una reforma política que garantice la democracia y crear la Escuela del Político para construir dirigentes con calidad moral y humana, comprometidos con el pueblo. Además, se hace necesario un órgano autónomo, similar al Banco de México, que opere y administre los programas sociales.