Balance de 2024: la mutación genética, por Juan de la Puente
El año que termina registró fenómenos que implican rupturas de gran calado. Estos quiebres son más fáciles de apreciar en lo estrictamente político-coyuntural, pero es más desafiante dar cuenta de ellos en su calidad de cambios producidos en el núcleo del sistema y en las ideas que sostienen el debate público.
El año 2024 se parece bastante al año 2000 por su abigarrado tránsito y por la mutación genética ocurrida en este lapso de tiempo. En esa mutación importan por lo menos cuatro fenómenos de carácter concluyente —y específicamente peruanos— que marcan la cancha de los próximos años y cierran procesos que la megacrisis nacional dinamiza:
- El Perú ha dejado de tener un régimen presidencialista, aun en el modelo atenuado.
- La radicalización autoritaria de la sociedad se encuentra en auge.
- Nuevos movimientos sociales se legitiman a costa de devorarse al Estado.
- La influencia política militar retorna con cautela, sin prisa pero sin pausa.
Imposible pensar el Perú de los próximos años prescindiendo del efecto que causan estas mutaciones. Ni el resultado más satisfactorio para la democracia en las elecciones de 2026 podrá desandar con facilidad la nueva realidad peruana.
Sobre la primera de las mutaciones, el Congreso ha logrado imponerse. Las reformas constitucionales de corte antipresidencialista realizadas en el primer semestre del año, otras reformas que debilitan a los organismos autónomos, la profusa emisión de leyes por insistencia, la activa legislación que crea gasto o exonera impuestos, y las leyes enfocadas contra la fiscalía y el Poder Judicial (PJ) indican que el Perú ha dejado de ser un régimen presidencialista liberal y democrático, y se ha transformado en un régimen parlamentario de facto, iliberal, es decir, autoritario. De la actual embestida contra el Ministerio Público y el PJ solo depende la intensidad del dominio que se ejercerá contra ellas.
Con varios órganos tomados y una legislación que impide el control de los actos parlamentarios, la presidencia de la república ya es un poder cautivo. Salvo una votación aluvional de algún candidato en la primera vuelta en las elecciones de 2026 (que le dé mayoría parlamentaria a su gobierno), nuestro mediano plazo promete un régimen parlamentario fragmentado que, sin embargo, liderará la política cotidiana.
El paso en 20 años de un presidencialismo autoritario (1992-2000) a un parlamentarismo autoritario (2024 en adelante) ya pasa factura. Un Gobierno del Congreso es desgobierno. Los estragos son nefastos. El Gobierno se organiza de cara al Congreso, el Ejecutivo incumple su prerrogativa de vetar leyes funestas, los ministros son más del Congreso que del presidente, y se “refundan” las políticas públicas con leyes improvisadas de corte populista (como el presupuesto aprobado para 2025). La reciente legislatura es un aviso de los niveles que puede alcanzar un festival corrupto en materia penal y económica de un Parlamento al mismo tiempo dominante y fragmentado. El neoliberalismo se está suicidando.
Sobre lo segundo, la radicalización autoritaria de la sociedad, habría que ser cautelosos. Cuando se habla de la desconexión de los ciudadanos con el poder, la referencia es a una brecha profunda que se escenifica en el plano de este Gobierno y Congreso. No obstante, el componente democrático/constitucional del conflicto entre la sociedad movilizada e insumisa y el Gobierno/Congreso con ocasión de las protestas sociales que recorrieron el 2023 se ha diluido en 2024.
La sociedad no parece estar implicada en una apuesta liberal como la defendida desde el fin del régimen de Fujimori. En esta etapa, el 53% de peruanos (IEP de julio) no apoya la democracia, el porcentaje más bajo desde 2001. Un dato que ayuda a comprender que el rechazo puede ser a “esta” democracia es el siguiente: los ricos o acomodados respaldan de modo abrumador la democracia (67%) y dos tercios de los que se definen de derecha (63%). En cambio, fuera de Lima y en el sector D/E, el rechazo trepa hasta los dos tercios, y es también alto entre los que se definen de izquierda y de “centro”.
En 2024, la demanda democrática que hemos conocido hasta ahora ha dejado de movilizar a la sociedad. El eje aglutinador es la seguridad y el orden. Estas demandas suministran nuevos contenidos a la insumisión en varios territorios frente a quienes ahora gobiernan, pero eso no garantiza un desenlace democrático en el mediano plazo. En cualquier caso, la cuestión democrática en el Perú se ha “desmodulado” (N. Lynch usa “descentrado”). No deja de ser meritorio —e ineludible— que una parte de la élite defienda en el Perú los valores universales de la democracia, pero es crucial señalar que esos latidos no trepidan mayoritariamente en la sociedad.
Por otro lado, el Perú tiene otras masas. Son también populares y antisistema. Es más, en este año se han dibujado nuevos movimientos sociales, por lo menos dos: la minería ilegal/informal y los transportistas en toda su variedad nacional. Los primeros, en pocos años, han realizado el tránsito desde la periferia hacia el centro del poder y han recogido, especialmente fuera de Lima, una alta cuota de legitimidad que es coherente con su creciente fuerza en el mercado.
Esta emergencia capitalista aún no es abordada por la academia y los movimientos sociales clásicos (sindicalismo, feminismo, descentralismo, poblacional), aferrados exclusivamente al código legal/ilegal. Es cierto que la sociedad y el mercado conviven con las economías ilegales, y en esta mutación es riesgosa su relación con las prácticas criminales (extorsión, trata, secuestro) y su resuelto antiestatismo.
En resumen, nuestra pluralidad social se ha visto alterada y ampliada. La noción de ruptura situada en los códigos sociales es dominante. El país tiene movimientos sociales que piden más Estado y otros menos Estado, un proceso constituyente de una sociedad más desarreglada (D. Martuccelli lo llama desformalización y no contención de los sujetos sociales).
En otra clave, el poder militar está de regreso. Con lentitud, con mucha reserva y a desgano. Si hay alguna conexión intersubjetiva intensa de los ciudadanos es con los militares. En las encuestas, las FFAA son de lejos las que reúnen mucha o algo de confianza (55%, IEP julio), aunque en el norte y centro la confianza supera los dos tercios. De hecho, un dato de la encuesta de IEP de julio ha sonado como un potente aldabonazo en los cuarteles: el 57% “justificaría” un golpe militar frente a la corrupción, 14 puntos más que el año pasado, un temperamento que fuera de Lima se acerca al 70%.