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De colores y matices en el hemiciclo

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La experiencia de las 27 parlamentarias que tuvieron la preparación, el coraje y la voluntad de competir por un escaño en las primeras elecciones supuso una avanzadilla determinante que la presidenta del Congreso nos acaba de recordar en la celebración de este año al dedicarles un espacio en las jornadas conmemorativas de la Carta Magna

La señorita Landáburu se sentaba en uno de los escaños más altos del salón de plenos, como correspondía a una recién llegada, y por eso tuvo que descender todos los escalones para jurar su cargo ante el libro de Los Evangelios, situado en la tribuna de la presidencia de unas Cortes franquistas renovadas, en virtud de la reforma de 1967, que contemplaba la incorporación del llamado “tercio familiar” por el que había accedido al escaño la jurista burgalesa. Al regresar a su puesto en recorrido ascendente, un caballero procurador recriminó a la joven su atuendo, porque le pareció censurable e impropio de la solemnidad del lugar al que la mujer acababa de acceder. Y es que Belén Landáburu lucía un jersey color fucsia que, a todas luces para aquellos señoros era un elemento fuera de lugar e incluso resultaba desvergonzado y escandaloso, porque rompía la solemnidad cromática del blanco y negro que sus señorías habían preservado durante décadas en aquel remedo de Parlamento, comparsa del poder supremo del dictador. Apenas un total de 13 mujeres se sentaron en el hemiciclo a lo largo de todo el franquismo, en un remedo de Cortes formadas por más de 500 miembros (1943-1976).

La llegada de la democracia —con un Parlamento “de verdad”— no cambió demasiado el colorido cromático del colectivo que se sentó en los escaños, elegido por la soberanía popular pero sí resultó significativo. Solamente 21 diputadas y 6 senadoras constituyeron la primera élite política femenina que compartió con los varones la tarea de elaborar la Constitución de 1978. Ellas —poco más del 6% en el Congreso— fueron las primeras, la avanzadilla de las que vendrían detrás, pero sólo unas pinceladas de color en el panorama monocromo siempre tan masculinizado aunque, teniendo en cuenta el número y las circunstancias, supusieron un hito determinante e hicieron una labor encomiable aunque invisibilizada. Una vez más, también en la legislatura democrática, otra mujer causó el escándalo de sus señorías que, en esta ocasión, no osaron decir nada a la ínclita. Se trataba de la comunista Pilar Brabo que, para aquella emblemática sesión constitutiva de un Congreso de los Diputados democrático, no quiso cambiar en nada su aspecto habitual y acudió en vaqueros con una simple camisa blanca pero sin sujetador, símbolo de la lucha de las mujeres de la época.

Dolores Ibárruri, con su emblemática imagen de severidad y luto, aportó el mensaje más poderoso de aquel momento al representar así el sufrimiento y exilio de los perdedores de la guerra, la reconciliación y el nuevo tiempo que se inauguraba para las mujeres. Porque la diputada del PCE al ser elegida por el pueblo español en el primer Parlamento de la democracia del 78 fue el eslabón de enlace entre las nuevas políticas y las que fueron sus compañeras de escaño en la II República, especialmente, de las tres primeras de nuestra Historia –Campoamor, Nelken y Kent– que también participaron en la elaboración de una Constitución, la de 1931, que consagró el derecho al voto femenino.  

Recuperada la democracia tras la dictadura y superada la primera legislatura, la presencia de senadoras y diputadas cambió gran cosa, numéricamente hablando, pues durante más de una década el número de parlamentarias se mantuvo casi igual a causa de su constante relevo. El paso de las mujeres por el mundo de la política –con frecuencia también en otros espacios de relevancia pública– ha estado marcado por una tónica de sustituciones y carreras cortas. De hecho, de las 27 que empezaron en 1977 únicamente Soledad Becerril mantuvo una presencia continuada y ascendente en diversos estamentos y responsabilidades hasta su jubilación en el cargo de Defensora del Pueblo, más de cuatro décadas después. 

Al final de la década de los 80 las cosas cambiaron y el feminismo institucional tomó una fuerza inusitada. Por fin, llegaron las tan controvertidas cuotas. Por la pertinacia de un grupo de políticas socialistas, el XXXI Congreso del PSOE asumió el obligatorio 25% de candidatas en sus listas electorales. Era el primer resultado de la esforzada maratón de la lucha feminista que habían iniciado en 1976 capitaneada por Carlota Bustelo, que sería parlamentaria constituyente y pagó con su escaño el precio de exigir un mínimo de presencia femenina en las candidaturas. Cuando Bustelo se negó a participar en el juego electoral y rechazó presentarse a los comicios de 1979, las socialistas exigían un escueto 15% de mujeres en las listas. Y ni eso aceptaron las cúpulas.

Después del primer paso que dio el partido entonces en el gobierno le seguiría idéntica resolución de Izquierda Unida y, a su manera –sin llegar a aceptar nunca explícitamente el régimen de cupos– el PP se sumó tácitamente al movimiento y abrió sus listas electorales a más mujeres. De hecho, fueron las políticas del PP las que estrenaron cargos del máximo rango en el Congreso, el Senado y el grupo parlamentario, sin olvidar que Loyola de Palacio fue la española con más poder en la Comisión Europea hasta la reciente llegada de la también vicepresidenta socialista de la UE, Teresa Ribera. 

Así fue cómo los matices empezaron a salpicar el hasta entonces sombrío colorido del palacio de la Carrera de San Jerónimo. Los colores de sus señorías son tan sólo una metáfora que nos permite valorar el cambio que supuso este proceso en el Parlamento –un espacio de poder incuestionable– en el que se ha construido un lugar propio para hombres y mujeres gracias al aumento progresivo y constante de las parlamentarias que han aportado y aportan otra forma de mirar y hacer; un estilo distinto de trabajar; otras maneras, nuevas visiones y un caleidoscopio de percepciones que reflejan mejor la auténtica composición de la sociedad española. 

Pero, desde 1989, hubo que esperar dos décadas más para que el Parlamento español –previo impulso de la obligatoriedad impuesta por la Ley de Igualdad en 2007– alcanzara la justa paridad entre ambos sexos en 2019, convirtiéndose así en uno de los más feminizados de nuestro entorno. 

Estos significativos avances de las mujeres en el mundo de la política no tuvieron parangón en otros aspectos de la realidad social española. Y sin embargo, surtieron un efecto tractor para otras vanguardias femeninas en el ámbito de todo el espacio público, así como en el resto de sectores y profesiones que, en mayor o menor medida, siguieron la misma tendencia, con el siempre recalcitrante mundo del dinero que sigue siendo cosa de hombres. Tanto es así que la Ley de 2024 ha tenido que venir a generalizar la obligación de contar con mujeres en todos los espacios de decisión.

Tras décadas de silencio y olvido, los medios de comunicación y el mundo de la política nos recuerdan cada 6 de diciembre que la construcción de la democracia también fue cosa de mujeres. La experiencia de las 27 parlamentarias que tuvieron la preparación, el coraje y la voluntad de competir por un escaño en las primeras elecciones supuso una avanzadilla determinante que la presidenta del Congreso nos acaba de recordar en la celebración de este año al dedicarles un espacio en las jornadas conmemorativas de la Carta Magna. 

Ellas se asomaron a las pantallas de televisión y a las páginas de los periódicos para contar lo que hicieron y por qué lo hicieron. Y por cierto, Belén Landáburu –la señorita procuradora en Cortes del jersey fucsia– también participó en la efeméride de este año como destacada jurista constituyente, pues fue senadora real en la legislatura del 77. Justo es recordar, además, que fue gracias a una de sus muchas enmiendas que la Constitución incluye en su artículo 32 el derecho a contraer matrimonio “con plena igualdad jurídica”, una coletilla que se les había olvidado a los legisladores de la Cámara baja. En esta ocasión –el pasado 5 de diciembre– los detalles de los atuendos de las políticas en palacio –afortunadamente– no nos llamaron la atención ni lo más mínimo, porque normalizamos su presencia y la hemos asumido como lo natural, sin caer en la cuenta de que en su día fue excepcional. ¡Qué pronto nos acostumbramos a lo bueno!

El colorido que en esta segunda década del siglo XXI ofrece la imagen del hemiciclo –por su contraste del hoy con el pasado– es la constatación visual de la riqueza que aportan ellas al elenco de la política y motivo suficiente para congratularnos por lo mucho conseguido, que nos obliga a ser optimistas. Porque además de la diversidad que representan, los colores se corresponden con emociones humanas que, como ocurre con las tonalidades, están llenas de matices.