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Víctimas de esclavitud en empresa japonesa en Ecuador relatan su calvario

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Quito. “¡Abacaleros libres!”, gritan emocionadas el martes tres de más de 300 víctimas de esclavitud moderna en Ecuador tras relatar sus precarias condiciones de vida en la empresa japonesa Furukawa, que deberá indemnizarles con $41 millones de dólares y pedir disculpas.

Algunas dieron a luz a sus hijos en insalubres y hacinados campamentos, y los criaron sin luz ni agua potable. Otras personas resultaron mutiladas en accidentes laborales y nueve murieron esperando justicia.

La Corte Constitucional de Ecuador declaró la semana pasada que la empresa Furukawa mantuvo en condiciones de esclavitud a trabajadores y le ordenó el pago de $120.000 dólares a cada víctima.

Los 342 exempleados vivieron atemorizados de perder su mísero sustento, algunos por décadas, hasta que decidieron enfrentar al “monstruo” Furukawa, que produce la fibra de abacá, una suerte de hilo vegetal. La empresa es acusada de ocultar relaciones laborales mediante contratos de arrendamiento de tierras.

“Cada día hemos ido evadiendo el miedo y nos hemos ido enfrentando hacia un monstruo que es la Furukawa”, relata Segundo Ordóñez, un abacalero de 59 años, en una rueda de prensa en Quito.

Desde la sede de la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos (CEDHU), que patrocinó el caso, el hombre cuenta la ausencia de atención médica en las plantaciones.

“Se cortó un amigo, estábamos trabajando en un aguacero. Esa fue la rabia más que a mí me dio, verlo botar sangre como un animal y nadie hacía nada”, agrega.

Condiciones precarias en campamentos

María Guerrero relató que sus padres la llevaron con ellos cuando tenía dos años de edad, junto a seis hermanos, a los cultivos de Furukawa. En tres décadas no conoció otro lugar y ahí mismo conoció a su esposo con quien tuvo siete hijos.

“Yo di a luz a todos mis hijos dentro de la empresa, no tuve un control médico de posparto ni un control médico durante mi embarazo. Es algo que llevaré siempre en mi corazón como una herida”, lamenta la mujer de 39 años.

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En una ocasión, recuerda, debieron cargarla entre varios trabajadores hasta una carretera para buscar ayuda porque su parto se había complicado.

Al salir de la larga rueda de prensa, Guerrero recibe el abrazo de sus hijos pequeños, que le muestran los dibujos que hicieron mientras esperaban que relatara el infierno que vivió en la firma. El caso se destapó en 2018.

Furukawa, además, deberá ofrecer disculpas públicas al igual que el gobierno, cuyas instituciones, según el fallo, “omitieron su deber institucional de adoptar medidas de prevención y protección”.

El Ministerio de Trabajo en 2005 incluso condecoró a la compañía por buenas prácticas laborales, pero tras el escándalo la distinción fue retirada.

Guerrero dejó el campamento en 2018, cuando le comunicaron a su esposo que ya no había trabajo.

“La empresa empezó a devorar (destruir) los campamentos para no dejar evidencias y uno de los campamentos donde vivíamos nosotros fue el segundo campamento devorado. Nos sacaron con engaño de que ya para mi esposo no había trabajo”, contó a la AFP.

Furukawa sostiene que un grupo de trabajadores realizó una toma de “posesión ilegal y por la fuerza de más de 300 hectáreas de propiedad de la compañía desde el año 2019”.

Pero Alejandro Morales, abogado de las víctimas, explica que los abacaleros están protegidos por un fallo judicial que les permite estar en ese predio. Los extrabajadores alegan que están ahí para evitar que la empresa destruya los campamentos y borre evidencia.

Susana Quiñones describe en una palabra la vida en las plantaciones de abacá: “Horrible”. “Ahí nunca hubo posibilidades” de progreso, señala.

Su jornada empezaba a las tres de la mañana y terminaba a las diez de la noche “para ver si alcanzábamos una monedita más”, lo que nunca pasó. Lo que más faltaba era el dinero porque la empresa generaba deudas de los empleados que se hacían imposibles de pagar.

La rabia en su voz se hace más fuerte cuando explica que los inspectores laborales solo iban a las oficinas de la firma y no a las plantaciones.

“Al centro, donde vivíamos nosotros, donde habíamos por cientos de esclavos, por cientos de negros, por cientos de afro, allá no llegaba nadie”, reclama Quiñones.