El verdugo más anciano de España en la ejecución pública más «chapucera»: «Hubo un grito de horror»
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Basten unos ejemplos a modo de introducción de como la prensa española informaba de las ejecuciones con el garrote vil a principios del siglo XX. Llama la atención que en una época tan avanzada como esa despertaran una expectación tan grande entre la población y los periodistas, que se congregaban en el exterior de las prisiones para preguntar a los familiares y testigos por los pormenores de los últimos minutos del condenado. Así ocurre desde que este artilugio medieval fue establecido por Fernando VII. En 1922, por ejemplo, en 'La Voz' se podían leer titulares como 'Las ejecuciones de hoy'. Un año después, en 'El Sol', algo parecido: 'Han sido ejecutados los reos de Tarrasa'. «Ambos presos se negaron con tesón a recibir los auxilios espirituales –informaba este último diario–. A uno de ellos se le aconsejó que se despidiera de su madre y este contestó: 'No la tengo, murió en 1913'. Después le pidieron que lo hiciera, por lo menos, de su hermano y del resto de su familia. 'No, ya se enteraran de mi muerte por los periódicos'». De entre todos los casos que he encontrado en la hemeroteca de ABC y la Biblioteca Nacional de España (BNE), ninguno tan insólito y surrealista como el protagonizado por José González Irigoyen, un verdugo de 81 años. Hijo, primo y hermano de verdugos, que antes de cumplir los 10 ya ayudaba a su padre en el siniestro arte del garrote vil . Experiencia no le faltaba. Sobre sus espaldas, de hecho, acumulaba 56 años de oficio y 191 muertos cuando fue requerido para realizar el que iba a der su último servicio: matar a Juan Chinchurreta, un soldado que pasó a la historia como una de las ejecuciones más cutres e impactantes de España en los siglos XIX y XX. Todo ello, en presencia de mil vecinos en pleno centro de Zaragoza. La causa fue un despropósito desde el principio. Chinchurreta había sido condenado a la pena capital, junto a otro soldado y un cabo de Jaca, como autores del crimen de Anzánigo: el asesinato de Pascual Abad, de 24 años, para robarle las 50 pesetas que había cobrado por trabajar en las obras de la línea ferroviaria de Zaragoza a Canfranc (Huesca). Los dos compinches siempre pregonaron su inocencia, aunque reconocían que se encontraban junto al asesino en el momento del homicidio. El cabo Ibargüen fue indultado poco antes de la fecha fijada para la ejecución. Guerrero, por su parte, no parecía que fuera a correr la misma suerte, pero algo sucedió en el último instante: «Momentos después de confesarse con el cura, el soldado Chinchurreta llamó al juez de instrucción para declarar que él era el único autor del crimen. Este notificó rápidamente el caso al capitán general y al auditor por teléfono. El condenado dijo que había cometido el asesinato solo y que Guerrero e Ibargüen (este último ya indultado) eran inocentes, ya que ni material ni moralmente habían intervenido en el asesinato. Reconoció también que se había impuesto a ellos por medio del terror que infundía», informaba 'El Correo Español'. 'El Heraldo de Madrid' añadía otros detalles al respecto: «Con su compañero ya ajusticiado, se le ha concedido el indulto a Guerrero. Tanto le afectó la noticia, que aunque quiso romper a llorar, no pudo. Fue conducido después a las prisiones militares, donde declaró de nuevo. El indulto fue recibido con alegría general, que hubiera sido completa de haber alcanzado también al desgraciado cuyo cadáver yace aún caliente sobre las repugnantes tablas del deshonroso patíbulo». Chinchurreta, efectivamente, no obtuvo clemencia del Gobierno como autor confeso del crimen, a pesar de que la familia de la víctima y el Ayuntamiento de Ayerbe (Huesca) pidieron su indulto. Su «chapucera y bochornosa» ejecución, el 17 de enero de 1893, marcó un hito en el rechazo de los aragoneses hacía la pena de muerte. No hay que olvidar que en Zaragoza estaba arraigando desde hacía un tiempo la burguesía liberal y el anarquismo, dos ideologías contrarias a la pena capital. Un año antes, de hecho, en la ciudad se habían producido concentraciones a las puertas de la cárcel, en la Audiencia y en el Gobierno Civil, con el objetivo de evitar que se les aplicara el garrote vil a dos de los cuatro condenados por el asesinato de un fabricante de sombreros. Los otros dos ya habían sido indultados, por lo que los manifestantes estaban convencidos de que podían obtener también el perdón de los otros dos. Fue tal su convicción, que incluso desoyeron las órdenes para disolverse y continuaron las protestas en la universidad, en la Capitanía, en el Hospital Militar y en el Arzobispado. Hasta las tiendas cerraron y varios operarios públicos se negaron a ser contratados para semejante tarea. La presión acabó surtiendo efecto y la misma tarde que debían ser ajusticiados, estos dos reos recibieron finalmente el indulto de las autoridades. En el caso de Chinchurreta, sin embargo, todo siguió su curso. El verdugo octogenario parecía estar contento de que el asesino de Pascual Abad no recibiera clemencia. Tal era el rechazo que recibió por parte de los vecinos, que Irigoyen era descrito por los periódicos como un «siniestro personaje, encorvado y achacoso». El mismo 'Heraldo de Madrid' decía de él: «Tiene 81 años, pelo enteramente blanco y presenta un aspecto muy antipático que le hace en extremo repulsivo». El verdugo cumplía con sus obligaciones con gusto y hasta se mostraba ofensivo con sus compañeros de profesión, a los que acusaba de melindrosos. Olvidaba su temblor de piernas a lo hora de aplicar el garrote en los últimos años. O que hubiera demostrado en alguna ocasión que mataba mal, un hecho imperdonable para el resto de ejecutores, que consideraban una humillación tardar más de lo necesario en mandar al reo al otro mundo. En aquel momento de su vida, y aferrado a su puesto a pesar de sus ochenta castañas, Irigoyen tenía problemas hasta para subir al cadalso. Y aquel día no iba a ser diferente, lo que no le impidió sacar su genio y mostrarse exigente. «En contra de lo que se acostumbra, el verdugo, bajo el pretexto de su avanzada edad, ha manifestado su deseo de levantar el tablado durante el día. Cuando han intentado disuadirle, ha respondido que, de no hacerse así, se negaba a trabajar. Vista su actitud, se accedió a sus peticiones y comenzaron a levantar el patíbulo, con un grupo de soldados de infantería haciendo guardia para evitar cualquiera eventualidad», contaba 'El Liberal'. La jornada empezaba mal y terminaría peor. Irigoyen estuvo probando el garrote antes de la llegada de Chinchurreta. Todo estaba listo, con los periodistas y cerca de mil vecinos concentrados en la plaza del Mercado Central para presenciar el esperpento que 'El Heraldo de Madrid' describió de la siguiente manera: «Primero quitó la chaquetilla militar a Chinchurreta, colocándole en seguida la ropa y atándole de pies y manos. Empleó mucho tiempo en esta faena, haciéndolo con tanto cinismo que causó dolorosa impresión en los concurrentes. El reo permaneció silencioso todo el tiempo y obedeció automáticamente todo lo que el verdugo le ordenaba. Cuando llegó el instante supremo, miles de personas se agolparon alrededor del patíbulo defendido por militares. Caía la nieve en copos menudísimos que herían la cara como si fueran artilleros y aumentaba el frío, que ya de por sí era extraordinario, aumentaba». Todo el ritual seguía el mismo patrón de la época. El preso era trasladado en carro o mula al lugar donde había cometido el delito por el que se le condenaba. Después se le enviaba a prisión durante un día, lo que se conoce como «estar en capilla». Durante ese tiempo, el verdugo debía estar lo más cerca posible de él, a menudo en una celda contigua, pues llegado el momento tenía que vestirle y pedirle perdón. Por último, se dejaba al reo escoger la última comida y se dirigía más tarde en procesión hasta el patíbulo, junto a los sacerdotes, las cofradías encapuchadas y, en ocasiones, hasta con una banda militar. «¡Quiera Dios que Zaragoza se vea libre de tan tremendo espectáculo!», clamaba 'El Diario de Huelva', sin que sus palabras fueran escuchadas. La descripción de lo ocurrido variaba en los detalles según el periódico, pero todos coincidían en el «horror» de la escena. «La muchedumbre seguía con avidez los menores movimientos del reo. Este subió al cadalso nerviosamente agitado, conmovido. Sin proferir una palabra, se colocó en el banquillo. El verdugo, mientras, concluía los preparativos cachazudamente. El cura tapó entonces la cara al preso con un pañuelo negro. El ejecutor apretó después el tornillo y la gente dio un grito de horror. El condenado, presa de convulsiones nerviosas, se agitó varias veces en el banquillo y sufrió una muerte horrible por la ineptitud del verdugo y su avanzada edad», relataba 'El Heraldo de Madrid'. La versión de 'La Época' era tan rica en detalles que impresionaba: «La expresión de Chinchurreta al subir al patíbulo era de indiferencia, la misma que había mostrado antes en la capilla. El verdugo probó el aparato y el reo se sentó después en el banquillo para que le apretara la anilla al cuello. En tal posición le tuvo tres minutos, hasta que, por fin, se decidió. Entonces le echó un pañuelo negro por la cara y dio vueltas al tornillo, pero sucedió algo horrible: como Chinchurreta no tenía los pies atados, estos se lanzaron al aire en movimientos convulsivos. A esto hubo que añadir que el verdugo no era capaz de cumplir con su cometido y tuvo que dar cinco vueltas y media más al aparato, lo que hizo sufrir desesperadamente al desgraciado soldado. Entre el público se escucharon rumores de protesta» Fue el 'El Correo Militar' el que se mostró más crítico con la actuación de nuestro octogenario protagonista: «Tras otorgar Chinchurreta su perdón al verdugo de buen grado, el sacerdote dijo : 'En prueba de caridad, hijo mío, abrázale'. Cuando el condenado se disponía hacerlo, el ejecutor se retiró y respondió en tono seco: 'No, no lo permito'. En vista de que el preso no se quitaba con prontitud la chaquetilla para que le vistieran, González Irigoyen añadió: 'Vamos, hala, hala'. Respecto a la ejecución, a la grosería y a la dureza que revelan los detalles mencionados, sumó el verdugo la falta de fuerza y aptitud para desempeñar su triste misión como consecuencia de su edad. Nuestros colegas de la capital de Aragón protestaron por lo ocurrido y pidieron su sustitución». Cuando los detalles de la aquel episodio llegaron a oídos del presidente de la Audiencia de Zaragoza, este le abrió un expediente y pidió que le realizaran las oportunas pruebas médicas. Estas concluyeron que, al contar ya con 81 años, no estaba en condiciones de ejercer su oficio y fue suspendido. Siete años después de aquel episodio, los hermanos Mariano y Lorenzo Ara, condenados por un robo con homicidio en la plaza del Justicia de Zaragoza, fueron indultados la víspera de su ejecución, mientras el Ejército reconstruía el cadalso que alguien había destrozado.