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Elogio de la carrera fiscal, escrito por un abogado

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Permítanme compartir un secreto: admiro profundamente a quienes dedican su vida al servicio público, especialmente a la carrera fiscal. Tras estudiar Derecho en ICADE gracias al sacrificio de mis padres, aprendí a valorar a estos profesionales que, con vocación infinita, dedican años de su juventud a opositar, soñando con una sociedad más justa.

Encerrados en bibliotecas durante jornadas interminables, afrontaron un camino incierto movidos por la pasión por la justicia y la libertad. Algunos aprobaron y hoy, con una toga como única protección, defienden nuestras garantías frente a narcotraficantes, terroristas y en los juzgados más delicados, como los de familia o menores. Pese a su formación, sus retribuciones son modestas, reflejo de una sociedad que no siempre reconoce a quienes sustentan nuestra democracia.

Las democracias no caen súbitamente, sino por la gradual pérdida de luces como la que nos brindan estos servidores anónimos, cuya labor merece nuestra gratitud y respeto.

Cuando uno se detiene a contemplar el curso de las instituciones, a menudo descubre en su devenir un diálogo constante entre luces y sombras. La carrera fiscal, ha vivido una historia tejida con hilos de autonomía y dependencia. El Ministerio Fiscal, en su largo recorrido desde los procuradores reales del siglo XV ha sido siempre un reflejo del poder al que servía. Con el paso de los siglos, y especialmente en los albores del constitucionalismo, la institución comenzó a asumir un papel más autónomo, apartándose de su función como simple brazo de la Corona para convertirse en defensor del interés general. Sin embargo, si la Constitución de 1978 abrió una ventana luminosa hacia la democracia, en el caso del Ministerio Fiscal cerró, sin embargo, una puerta que, en otros momentos de nuestra historia, había comenzado a entreabrirse hacia la plena emancipación de los poderes políticos. Este vínculo orgánico con el Ejecutivo, heredado de antiguas tradiciones, fue consagrado entonces como una realidad que aún hoy nos interpela.

Como abogado, no puedo dejar de expresar mi anhelo de que el Ministerio Fiscal defienda una independencia formal plena que corresponda a la independencia material que ya practican sus miembros. Esta evolución no es una exigencia menor: es un imperativo para fortalecer la confianza de los ciudadanos en una institución que, como pocas, guarda el equilibrio entre los derechos individuales y el interés colectivo.

Quisiera, con este tributo, evocar el espíritu que impregnaba el "Elogio de los jueces", de Piero Calamandrei, y aplicarlo a la carrera fiscal, para reivindicar su grandeza y señalar al mismo tiempo el obstáculo estructural que, como abogado y ciudadano, no puedo dejar de observar. La independencia, como esencia misma de la Justicia, no debería ser un ideal sometido a las tensiones de los tiempos, sino un principio inamovible que sustente la credibilidad de quienes dedican su vida al servicio público desde el Ministerio Fiscal.

Pese a esta herencia imperfecta, los fiscales han sabido demostrar, una y otra vez, su compromiso con el derecho y con la Justicia. Superar una de las oposiciones más exigentes de nuestro sistema no es simplemente un acto de capacidad técnica; es también una declaración de intenciones, un compromiso vital con la defensa de la legalidad.

En los juzgados penales, de menores, de violencia de género, de familia, de consumo o medioambientales, estos 2.600 hombres y mujeres no se limitan a interpretar la ley: la aplican con rigor y humanidad, actuando como defensores del interés público y garantes de los derechos fundamentales. En su labor cotidiana, más allá de las estructuras que los condicionan, los fiscales son centinelas de nuestro Estado de derecho, luchando contra las injusticias visibles y velando por aquellas que, de no ser por su intervención, permanecerían ocultas.

En sus actos, los fiscales se asemejan a los jueces descritos por Calamandrei, figuras que, aun en medio de las tensiones de los sistemas en que operan, encuentran la fuerza para ejercer su función con imparcialidad y rigor. En ellos reside una grandeza que no puede ser definida por las limitaciones estructurales, porque trasciende las formas para anclarse en lo esencial: su vocación de justicia.

Los fiscales son los guardianes de nuestros derechos, los vigías silenciosos que, con cada acto, aseguran que la ley no sea un instrumento arbitrario, sino una garantía de libertad y convivencia. Desde aquí, mi reconocimiento a su labor y mi invitación a que valoremos, como sociedad, la importancia de su independencia. Porque el verdadero elogio a la carrera fiscal no es sólo admirar su presente, sino también luchar por un futuro en el que esta independencia sea una realidad incontestable.

A vosotros, fiscales, centinelas del derecho, mi respeto y gratitud. Vuestra labor no es sólo necesaria: es imprescindible para la salud de nuestra democracia.

Eugenio Ribón es el decano del Colegio de la Abogacía de Madrid (ICAM)