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Organizaciones responsables: el desafío de abrir el juego

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Vengo observando con tristeza y preocupación cómo muchas instituciones históricas de nuestro país se resisten a abrir el juego. Cuesta incorporar personas jóvenes, mujeres, diversidades a sus mesas de decisión y hasta entre sus integrantes y asociados. Es un patrón preocupante que no solo retrasa el progreso, sino que limita el impacto positivo que estas organizaciones podrían tener en nuestra sociedad.

Cuando desde nuestros espacios proponemos ideas o sugerimos innovaciones, nos tratan de insistentes o incluso de patoteras. Y eso, aun cuando lo hacemos desde la amabilidad, desde el respeto. Nuestro mensaje se malinterpreta, se rechaza, y una no puede evitar preguntarse: ¿qué podríamos hacer diferente? ¿Qué camino nos queda por recorrer para que nuestra voz sea escuchada sin que genere defensas automáticas?

No queremos poder por el poder mismo. Queremos organizaciones responsables, abiertas al diálogo, dispuestas a dar lugar y a escuchar. Lamentablemente, muchas veces encontramos barreras que, aunque son culturales y generacionales, no dejan de ser frustrantes. Los hombres mayores, en particular, suelen estar a la defensiva. Y si bien intento entenderlo, pensando incluso en mi padre, hay momentos en los que me cuesta aceptar que estos cambios sean tan lentos. Me niego a imaginar un futuro en el que muera sin verlos.

Estas organizaciones son clave para nuestra sociedad. Las necesitamos responsables, creativas, diversas y comprometidas con un impacto real. Ya no se trata de una caridad superficial, esa que se limita a donar dinero para "lavar culpas". Eso es parte del pasado. Hoy, hablamos de algo mucho más profundo: la responsabilidad genuina.

Ser responsables hoy implica rendir cuentas, ser íntegras, transparentes, preparar sucesores y construir estructuras más horizontales, más inclusivas. Y sí, más diversas. Porque la diversidad no es solo un valor moral, es una necesidad estratégica en un mundo en rápido y constante cambio.

No es solo una cuestión ética o social: la diversidad tiene un impacto económico real. Según un estudio de McKinsey & Company, las empresas con mayor diversidad de género en sus equipos de liderazgo tienen un 25% más de probabilidades de obtener rendimientos financieros superiores al promedio de su industria. Cuando hablamos de diversidad étnica y cultural, ese porcentaje sube al 36%. Otro informe de Boston Consulting Group encontró que las empresas con equipos directivos diversos generan un 19% más de ingresos por innovación.

La lógica es clara: cuando se incluyen distintas perspectivas y experiencias, se toman decisiones más informadas y se identifican oportunidades que de otro modo podrían pasar desapercibidas. La diversidad es un motor de creatividad, de innovación y, en última instancia, de rentabilidad.

Sé que hay muchos hombres que están peleando por este cambio, y les agradezco profundamente. Pero necesitamos encontrar maneras de llegar a quienes aún no lo entienden, y especialmente a quienes no lo entienden y se encuentran en puestos de influencia y decisión.

Pero no se trata solo de varones. Lo que más me molesta es cuando esas resistencias vienen de otras mujeres. Eso duele, porque implica que todavía entre nosotras hay quienes no han comprendido lo esencial: abrir el juego a otras mujeres y diversidades de todo tipo no es una amenaza; es una oportunidad para crecer, para mejorar, juntas.

Como sociedad, no podemos seguir postergando este cambio. Necesitamos instituciones fuertes, responsables -y comprometidas con el futuro. Porque el futuro, después de todo, no puede ser construido por unos pocos. Debe ser el reflejo de todas las personas.