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De los «coqueteos» al después

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«Mi hija siempre quiso ganar dinero fácil, lo reconozco. Y hoy, ni con todo el dinero del mundo yo podría ser feliz porque ella ya no está. Su hijo apenas tiene tres años, ¿qué recuerdos tendrá de su madre? Cuando me pregunte en el futuro, ¿cómo le explico la causa de su muerte?», me cuenta Eloísa.

Su hija era «mula». Podía viajar legalmente y se dedicaba a traer encargos de quienes le pagaban, además de cubrirle los gastos del pasaje. Siempre se quedaban algunos kilogramos libres en su equipaje para los regalos de la familia. Era buena la ganancia y Eloísa cuidaba al niño.

«No estuve de acuerdo cuando me dijo que ganaría mucho más, aunque tenía que arriesgarse a algo más complicado. Y la verdad es que pensé que ir a la cárcel era lo menos preocupante. ¿Se imagina cuando me dijo que llevaba hasta 40 cápsulas de droga en su cuerpo? Eso lo hacía cuando estaba fuera de Cuba, viajando entre ciudades de otro país, y nunca fue detectada. Eran viajes cortos y me decía que no había peligro de que «aquello» se le reventara dentro… hasta aquel día. El vuelo tuvo retraso y luego estuvo más tiempo del debido en el aire sin poder aterrizar. Demasiado tiempo».

Eloísa perdió a su única hija. «Varias de esas cápsulas de cocaína líquida que ingirió le llegaron al alma. Mi hija tenía 27 años. Y cuando mi nieto me pregunte, no sé si me entenderá».

Recuerdo entonces cuando el Doctor en Ciencias Médicas Ricardo González Menéndez, especialista en Siquiatría y jefe del Servicio Docente de Toxicomanías del Hospital Psiquiátrico de La Habana me advirtió de la necesidad de escribir sobre este tema.

«Más allá de las consecuencias legales de su infracción, las conocidas “mulas” exponen al peligro sus vidas… No importa la cantidad de cápsulas introducidas, lo preocupante es que las sustancias que contienen se absorben por el organismo a través de la mucosa bucal, de la faringe, el esófago, el estómago, el intestino delgado y el intestino grueso, que incluye el recto. La fisura o ruptura total de una cápsula provocaría una sobredosis brutal e instantánea… Se producen paros cardiacos y respiratorios, hemorragias cerebrales, infartos del miocardio, estallidos de arterias en diferentes localizaciones y otros cuadros graves que comprometen la salud de la persona en cuestión de segundos».

***

La familia de Noel no existe ya. Sus padres se divorciaron luego de muchas discusiones y contradicciones. El padrastro quería «mano dura» con él y la madre no veía nada malo en sus salidas nocturnas frecuentes y el dinero que aparecía «de la nada». Cuando se supo sobre el negocio turbio que le proveía el dinero, el padrastro y dueño de la casa le sacó sus pertenencias para la calle y la madre, con una hija en común en brazos, no pudo seguirle.

Noel tuvo buenos amigos en ese momento que lo acogieron en su casa. En realidad, no eran buenos amigos, sino «colegas» de la calle. Dejó la escuela, cada vez veía menos a su madre cuando llevaba a su hermana al  círculo infantil. Se perdieron las señas.

La madre de Noel lo encontró un día fuera de sí en un parque. Parecía un zombi. No olía a alcohol, pero estaba muy mal. Se asustó, pidió ayuda médica y lo llevaron para ser rehabilitado al detectarle las consecuencias de la fatal adicción. De ser proveedor pasó a consumidor. Ahí está, y su madre y su hermana lo visitan sin que el padrastro lo sepa. «Maldita cosa química esa… Éramos una buena familia», me dice su madre.

Los expertos en el tema han revelado que el fentanilo —lo que vendía y consumía Noel— supera a la morfina y la heroína. Se expende a menor precio y requiere pequeñas dosis para que quien lo pruebe, pierda de inmediato el control sobre su cuerpo. Muchas muertes se registran por su consumo. Noel ha sobrevivido… por ahora.

***

Conversamos en 2018 y verla ahora, seis años después, me dio alegría. Sin embargo, la razón de nuestros encuentros —antes y ahora— no es muy grata. «De mi hijo no puedo decirte nada diferente. No ha durado «limpio» más de tres meses».

Fue una madre ejemplar, pero ha aceptado que su hijo padece la dependencia a las drogas que un día, sin ella percatarse, empezó a consumir. «Es como una enfermedad crónica, siempre recae. No lo abandono, pero no puedo desatender mi vida, la de mi otro hijo, mi trabajo, mi esposo, mientras él no abandona el ciclo y sigue siendo irresponsable».

¡Qué difícil para un padre o una madre aceptar que su hijo es drogadicto! Se cuestionan todo lo que han hecho por su crianza y nunca hallarán las respuestas que buscan.

Le tiendo la mano a todo el que conozco en esa situación. La siquiatra infanto-juvenil Idelys Clavero Ariz me ha explicado en no pocas ocasiones que los padres o cualquier familiar que requiera orientación sobre el tratamiento de alguna adicción de su hijo pueden encontrar en el consultorio del médico de la familia el primer nivel de atención en ese sentido, y desde allí ser remitidos a la consultoría del departamento comunitario de Salud mental de su municipio, aunque también pueden acudir directamente a su consejería o recibir información precisa a través de la Línea Confidencial Antidrogas, el 103.

***

El doctor González Menéndez y su esposa, la también siquiatra Isabel Donaire Calabuch, especifican en su Drogas que visitan nuestros hogares. ¿Cómo contenerlas? que aquello que se clasifica como blando, suave o ligero se nos esboza de inmediato como algo inofensivo. Por eso, al clasificar de droga blanca al tabaco o al alcohol no medimos las consecuencias
de un consumo irresponsable de ellos.

Aunque sus efectos son menores que los que se derivan del consumo de la marihuana, la cocaína y otras, no podemos olvidar que aquellas son las porteras, es decir, las que propician el posterior consumo de esas que son más dañinas, pues ocasionan una mayor dependencia.

Fue el caso de Henry y de Isabella, jóvenes que pasaron de tomar un poco de vino, cerveza o ron en una fiesta, a querer «experimentar algo más rico» y mezclarlo con pastillas determinadas.

Flotamos, me dicen. No saben explicarme bien, pero aseguran sentirse por las nubes, desinhibidos y que, aún así, «todo está bajo control».

Sin embargo, no es lo que parece. Sus vidas se han reducido a las paredes de su apartamento con cada vez menos muebles, a comer una vez al día —si acaso— y a necesitar, como cosa de vida o muerte, «algún respiro profundo o alguna aguja salvadora».

Los veo y no puedo creer que sean los amigos que me acompañaron en la secundaria, en el preuniversitario y en parte de la Universidad. Son los novios de siempre, eso sí, pero tan diferentes.

—¿Ustedes están drogándose?, les pregunté.

—Sssssh, ¿qué dices? Ni que fuéramos delincuentes, me dice Henry.

—Son «coqueteos» de vez en cuando para sentirnos bien. Si no hay algo «fuerte», algo ligero ayuda. Boberías... tú tranquila, que somos los mismos, me asegura Isabella.

Caramba, pienso. Nada es igual después de una «probadita». Nadie sigue siendo la misma persona. Cambian las miradas, los pensamientos, las ansiedades, los intereses, las necesidades, las prioridades, las angustias, los deseos… Todo cambia en ellos, los que quisieron «probar» y en sus familias, amigos y conocidos. Piensan que controlan las situaciones, que pueden dejarlo cuando quieran, que no se meterán en problemas, que todo está bien. Y no es así, nada está bien. La vida misma no lo está.