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‘Botánica familiar’ cuenta el inquietante encuentro entre lo humano y lo vegetal

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Hay libros que golpean, y golpean de nuevo. Sobre estos libros vale la pena darse de cabeza, releerlos, devolver los golpes. Conozco publicaciones así. Son bichos raros, bellos. Ojalá pudiera comentarlos todos. Por ahora elijo uno de ellos que se caracteriza por unir lo vegetal, lo humano y los parentescos en una especie de metamorfosis fantástica. Si hurgamos en la narrativa costarricense reciente, vale la pena detenerse en Botánica familiar, de Gabriela Peña-Valle. Será difícil hallar una colección de cuentos como esa, con un estilo innovador y metáforas tan poderosas que revalidan el infinito tema de la familia y la casa hogareña, gracias a sus inquietantes formas de representación. Empiezo con la muestra de unos fragmentos:

«Qué pasará si siembro esos esquejes suaves que me guindan del cuerpo. Cosecharía a los muertos como quien cultiva una planta rastrera: desde la base del útero, esperando que con las nuevas raíces nazcan otras enredaderas, entre las yemas de los dedos».

«Tenía la boca repleta de hojas que bajaron rabiosas para ver el tamaño de mis pechos. Con los lóbulos me raspaban, me cubrieron con su limbo. Bajaron y se encontraron con los zarcillos llenos de útero sobre la poza de agua y barro».

«El deseo comenzó a crecerme como una planta de albahaca. ‘Bien, pensé, en cuanto empiece a florecer se consumirán la planta y las ganas’. Así que cuando le mostraba las grutas enverdecidas, le pedía que no cortara las flores que se asomaban. La albahaca perece con su floración».

«Las ramas que corté las colocaré dentro de un florero. A los muertos también. Algunos podrían revivir, sus pies echarían raíces y tal vez podrían sembrarse».

Botánica familiar consta de 32 cuentos distribuidos en cinco partes: Raíces, Tallos, Flores, Follaje y Frutos maduros. La división formal misma muestra el criterio estilístico de una construcción literaria cuyo eje es la casa y la familia, expresión polifónica de la vida, extraña y a la vez fascinante. A los miembros de la familia se asimilan conexiones vegetales de distintas formas e intensidad.

El sentimiento de lo extraño inquietante que produce la lectura del libro proviene de un desplazamiento, no tanto porque lo humano se prolongue en lo vegetal, sino más bien a la inversa, porque lo vegetal se va apoderando de lo humano corporal. Puedo expresarlo con el énfasis en otra dirección: el horror a las metamorfosis monstruosas no surge aquí por la degradación del cuerpo humano, como en las tantas catástrofes corporales de la tradición desde la Antigüedad, y también en otras culturas, sino por una razón diferente: el efecto se da cuando especies no humanas se apoderan del cuerpo, igual que una invasión de gusanos bajo la piel.

Sin embargo, estos cuentos no se inspiran en la zoología sino en la botánica, y así las flores, las raíces brotan en los músculos, en la boca, en el sexo de los personajes narrados o lo habitan desde afuera. Los relatos son una especie de imaginación que vegetaliza la infancia, la familia, los recuerdos, la preñez… Las bestias resultantes no son dulces y adorables, pero sí coloridas, dinámicas, invasivas, como la maleza en un jardín magnífico.

Gracias a frases bien construidas, el estilo es limpio, casi poético, con imágenes sonoras que crean estados de ánimo en el lector. No nos confundamos: no se trata de prosa poética, aunque pueda parecernos en el primer golpe de lectura. Los cuentos no son autosuficientes como los de la poesía lírica, sino que, más allá de las metáforas y gracias a ellas, se impone un referente de la realidad exterior que suscita una crisis de la realidad humana desbordada esta vez por la naturaleza vegetal.

La vegetalización del cuerpo o, al revés, las plantas germinadas en el cuerpo no pertenecen a un sueño. Hay que decirlo: Botánica familiar no es una colección de relatos surrealista. Las metamorfosis hacia lo vegetal —hablo del abuelo, de la abuela, de la narradora misma— no son productos del sueño: son la realidad misma del material narrativo, sin tener que despertar, sin pesadillas, pero con la fuerza de acontecimientos que traspasan las fronteras naturales de la botánica y de lo humano orgánico. Los cuentos no hablan de fantasmas, como en las casas encantadas, ni de bestias a la manera de los bestiarios medievales, sino de una forma apacible de monstruos. Por esta razón, para tratar de comprender sus alcances tan novedosos, se debe tomar en cuenta que el libro no encaja en el género fantástico clásico, sino que más bien pertenece a una línea narrativa contemporánea en donde se debilita el papel sorpresivo del monstruo, para dar paso a otras formas de lo insólito integradas sin gran sorpresa en lo cotidiano del lector. Podemos creer que de pronto el cuerpo del personaje se prolongue en un manojo de pétalos carnosos, o que la piel se vaya cubriendo de verde. No hay problema. Sorprende, y puede angustiar, sin producir el efecto del Drácula decimonónico.

En la historia de las figuraciones monstruosas no abunda la mezcla de lo vegetal y lo humano. Son tantas, en cambio, las heteromorfías animales, que el bestiario se basta con ellas, y solo de paso se le ocurre incluir capullos de plantas extrañas que revientan y liberan corderos como si fueran semillas. Pareciera que es con la literatura no referencial de nuestro tiempo cuando las ficciones literarias experimentan estos cambios de interés. La pintura ya conoce tales síntesis, en ella es frecuente lo vegetal. Los cuadros de la pintora costarricense Flora Sáenz muestran de sobra estos cruces genéricos de animales vegetales, pero pertenecen a un ambiente onírico cerrado que se limita a la pintura misma. En los cuentos de Gabriela Peña-Valle, al contrario, la recomposición de formas es abierta al mundo fuera de las palabras, como si las enredaderas que toman el cuerpo invadieran a los personajes, que pueden ser el lector o cualquier otra persona fuera del libro.

Veamos unos ejemplos.

El cuento La abuela muestra sin rodeos la fusión de lo vegetal y lo físico humano: «Tengo la boca llena de hojas, el vientre lleno de zarcillos, el cabello florecido en canas». Las imágenes per se crean torbellinos de sensaciones, y estas sensaciones a veces apuntan a algún tipo de significación referida al propio cuerpo, a la familia, o a la muerte, como puede verse en los cuentos Frente a la higuera, estaba la madre, y Sembré tus esquejes en la acera. En Datura metel, o Trompeta del diablo se juntan la narradora testigo, una orquídea y un cuerpo en descomposición dentro de una caja. Este cuerpo es también la trompeta del diablo, y sus carnes púrpuras, macilentas, se funden en un mismo nudo de sentido. La orquídea al lado es casi testigo «para reírse de mí», como si representara una culpa. «Y cada vez que te llamaba era como tocar las trompetas del diablo: el horror y la seducción en una misma nota, como la voz de un castrado».

Este libro es de relatos, pero uno podría imaginarse que Botánica familiar es al mismo tiempo una novela cuyos hilos conductores se entretejen en las metáforas vegetales de la mayoría de los textos: por una parte, la voz femenina se reconoce como tal narrando desde adentro, y por la otra, con la madre, las abuelas y el abuelo, y algún otro personaje, se fusionan rizomas, pétalos, plantas, flores, hasta crear un encuentro de lo humano y lo vegetal en la síntesis imposible que solo hace posible la literatura, este logro de la ficción y encuentro insólito de géneros: novela/cuento, humano/vegetal.

Botánica familiar es la segunda obra de ficción literaria de Gabriela Peña-Valle, después de la novela Diario de la histeria (2020), que también fue una sorpresa literaria por el tema y el estilo.

Así mismo, Botánica familiar es la publicación más reciente de Ediciones Lanzallamas, que se caracteriza por sus libros excelentes y bien diseñados.